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Una vida condenada del periodista Leonel Tuana

LOS CUENTOS DE LEONEL TUANA EN DIARIO URUGUAY.
Lo peculiar de este relato que Uds. van a leer es la minuciosa descripción del ambiente, del carácter de sus protagonistas y más que nada el reflejo que el autor trató de infundirle a su relato con respecto a las vicisitudes dolorosas, de la vida de los soldados. El color de la piel del Sargento nada tiene que ver con el destino de este hombre que empieza a perfilarse desde el principio. Les recomendamos especialmente este relato no solo por el vívido retrato de las penalidades y sacrificios a que están condenados los soldados en cualquier parte del mundo sino también por la impresionante descripción que el autor hace sobre la guerra. Quizá no importe tanto la anécdota pero sí importa mucho la descripción de las escenas como si quien escribe hubiera estado presente en más de una batalla. Por eso se lo recomendamos.

UNA VIDA CONDENADA
La lluvia caía como si fuera plomo derretido, la cortina de agua parecía impenetrable y ni siquiera el haz de luz de las linternas podía despejar esa masa pesada, compacta.

Los hombres avanzaban en una línea sinuosa, con sus espaladas encorvadas y los rostros curtidos macilentos de días y noches de sacrificados movimientos. Todos tenían barba y cabellos muy crecidos que ocultaban el esfuerzo de transitar por ese camino improvisado que tenía huellas de los recientes combates. La partida de soldados estaba a cargo de un sargento de color, con rostro de malos amigos y que venía gritando órdenes tajantes para hacerse oír bajo el sonido de la lluvia al golpear el follaje, que era tupido, arracimado y sonaban también al chocar contra cabezas y espaldas.

Los dos guías estaban, machete en mano, desbrozando la selva. Ambos estaban tan fatigados que caían de trecho en trecho. Sólo se oían insultos de esos dos hombres que callaban de inmediato ante la penetrante mirada del sargento. La estatura y el físico de este soldado eran impresionantes. Los hombres más novatos de la columna lo consideraban una especie de líder protector que los había salvado en más de una ocasión de los peligros causados por esta marcha sin destino. Es que la patrulla deambulaba por la selva con los últimos restos de comida, con poca agua potable y con mínimas municiones. En realidad era un grupo condenado a morir porque estaba perdido en territorio desconocido, sin nada que lo orientase en aquella selva que era su principal enemigo. Hacía ocho días que habían perdido el contacto con la base y la radio estaba destrozada por un impacto de bala. El último combate diezmó la patrulla original de 30 hombres. Todo lo que quedaban eran estos seis combatientes. La mayoría había perdido toda esperanza de salir con vida de esta encrucijada. En los escasos momentos de descanso, apenas 5 minutos cada media hora de marcha, los hombres se apartaban del sargento para discutir qué podían hacer. Las opiniones eran tan diversas como hombres había. Unos de los más veteranos defendió la idea de quitarle al sargento el mando de la disminuida patrulla a como diera lugar.

Solamente los dos novatos apoyaron la propuesta pero cambiaron rápidamente de opinión cuando se enteraron que el sargento era el único que se había extraviado, meses atrás, en este mismo territorio y logró sobrevivir alimentándose de insectos y de plantas silvestres que le proporcionaban agua, amarga como hiel pero agua al fin. El hombre, después de un ahorro de alimentos, cercano a la crueldad, que había comenzado 24 horas antes, estaba aguijoneando silenciosamente la mente de todos. La lluvia permitió llenar las cantimploras pero ellos sabían que después vendría un tiempo de sequía, tal como lo habían sufrido 30 días antes al comienzo del patrullaje en este mundo inhóspito.

El sargento sabía de qué hablaban los soldados en voz baja. Eso era lo único que el experimentado soldado temía. Una insurrección. Si ellos lo empujaban no vacilaría en matar primero a los veteranos si es que le daban el tiempo de usar su fusil M-16, su revólver calibre 44 y las dos granadas de mano que le quedaban. Quiso imaginar el momento pero enseguida desechó el pensamiento.

Buscó un par de medias secas en su mochila y se quitó las que tenía empapadas desde hacía tres días. El aroma de sus pies era pestilente al igual que el resto de su uniforme bastante destrozado.

Los dedos de sus pies estaban entumecidos y blancuzcos. El frío no solo era frío. Era un ser vivo que estaba subiendo por sus piernas hacia las rodillas. 38 años atrás vio la luz por primera vez en su vida en un rancho de Kansas en EE.UU donde su madre trabajaba. Nunca conoció a su padre y creció creyendo que su padre secreto era el dueño del establecimiento rural que tenía, la crianza de caballos pura sangre, como su principal actividad y también su principal ingreso que era cuantioso.

Cuando cumplió los 8 años se dio cuenta que aquel ranchero de casi dos metros de altura, cabellos rubios y de tez blanca con toques rosados en sus mejillas, surcadas por arrugas que atravesaban el rostro y que eran la huella de sus 50 años a caballo y al sol. Un día pudo compararse cuando el ranchero lo alzó con sus poderosos brazos para subirlo a una yegua mansa. Ambas cabezas quedaron juntas por un instante. El aroma de aquel cuerpo era muy distinto para el jovencito de tez negra, labios carnosos y cabellos enrulados. Fue la peor desilusión. Entonces comenzó a elaborar en sus fantasías, la imagen de un guerrero, fornido, valiente y arrojado, capaz de hazañas increíbles. Lo llevó 30 años prepararse para las hazañas, moldeando su cuerpo y sus músculos. También dominaba los combates cuerpo a cuerpo y el conocimiento de las armas. Por eso se alistó en el ejército y después en las fuerzas especiales.

Ahora estaba entre la espada y la pared. Si seguía avanzando con esos pocos hombres, era seguro que caería en manos de una división militar que controlaba tres de las provincias. Justamente creía que estaba en el corazón de los cuarteles enemigos. Pero era todo intuición. Es que los mapas habían caído en manos de la patrulla que mató a sus últimos hombres. Esos atacantes capturaron a uno de sus víctimas con vida y lo torturaron hasta la muerte. En sus largos años de guerras, muertes y desolación nunca sufrió tanto su propia impotencia como aquella noche. Los gritos desgarradores del cautivo, que era un compañero respetado por todos, le provocaron una congoja y después lágrimas que no las había tenido desde los 12 años cuando murió su madre y quedó solo en un mundo de blancos que comenzó a despreciar.
La lluvia cesó. El silencio fue enorme e invadió cada rincón de la selva. De inmediato dio la orden. Los hombres comenzaron a ponerse de pie con indolencia. En la debilitada patrulla los tres veteranos de guerra quedaron ubicados al final del grupo, cerrando la marcha.

Uno de ellos, que había descartado el chaleco antibalas, lo tenía puesto. Otro se había colocado el casco que lo usaba siempre para beber agua y el tercero empuñaba el fusil con rabia contenida reflejada en sus labios apretados.

Entonces, él supo lo que ocurriría. En un minuto se prepararía. Se dijo a sí mismo que ésta vez no tendría compasión. Había cometido muchas equivocaciones ante la debilidad de perdonar pero esta vez no sería igual. Si estallaba el ataque a traición que sospechaba, el ya tenía diseñado un plan de contraataque. Era un plan de contingencia sí, pero era el único posible. Los novatos podían ser la diferencia a su favor aunque no contaba expresamente con ellos. Un relampagueo, en el minúsculo hueco de un cielo que volvía a oscurecerse, anunció el regreso de la lluvia. Un trueno parecía ser parte de la guerra. Después la noche se abatió sobre ellos cuando intentaban vadear un río de furiosa corriente. Buscaron durante más de una hora el paso que les permitiese cruzarlo pero no pudieron. Se detuvieron para comer, por última vez, las pocas raciones que quedaban y tiraron las latas porque ya no les importaba dejar rastros para la patrulla enemiga que los perseguía desde el día anterior. En la noche uno de los soldados jóvenes se durmió en su guardia. Los compañeros estaban a unos 50 metros en estrechos agujeros de zorro para pasar la noche en posiciones más incómodas de lo que se pueda imaginar. En la oscuridad de una noche sin luna, con un frío que calaba los huesos, un cansancio memorable y un hambre mayúscula, el primero en dormirse fue el jovencito de la guardia. Los otros le siguieron en forma sucesiva y rápida. El cansancio había derrotado a la escuálida patrulla y lo que no pudieron hacer los perseguidores, lo hizo el sueño. Las largas marchas aniquilaron su voluntad y resolución.

El sargento durmió inquieto y semi despierto, tal como había aprendido en aquellas guardias interminables donde con el fusil listo para disparar, colocaba el pie izquierdo firme para descansar su cuerpo sobre él, levantaba todo su torso simulando que respiraba hondo y cuadraba su pierna derecha para no perder el equilibrio comenzando un ciclo de sueño, entresueño y despertar. Cada minuto por vez. Los primeros tiempos descansaba muy poco por el temor que los descubriese el capitán de turno. Era un hombre despiadado que gozaba con el sufrimiento ajeno, provocado en cada “tipa” que le colocaba a los subordinados sorprendidos en falta. La mayoría de las veces inventaba las faltas y sancionaba a gritos al infractor y como él era negro lo insultaba por su condición racial. Muchas veces lo llevaba al patio del cuartel, en noches de intenso frío, lo hacía desnudar y con una feroz patada en los riñones lo arrojaba a la lluvia.

Tiritando hasta más no poder, cumplía con el rencor aumentando a cada minuto, aquellas “lagartijas” que a cien por vez, lograron endurecer su vientre como si fuera una roca. Pero también su odio por ese capitán agresor, aumentó hasta solidificarse en su mente como una roca más dura y amenazadora que ninguna. Ese odio estalló un día como un volcán y produjo una verdadera batalla entre esos dos hombres, que tenían físicos similares pero edades y poderes diferentes. Eran como dos bestias salvajes, con sus ojos inyectados en sangre. El Capitán, ese día, mantuvo la habitual rutina. Mantuvo al moreno 12 horas a la intemperie. Cada tantas horas regresaba al patio del cuartel, con sus clásicos gritos, puñetazos y mortíferas patadas a los riñones. Sabía que ese capitán no se detendría hasta acabar con su vida. Buscó en sus recuerdos más remotos una pista por más pequeña que fuese, que descubriere el motivo de tanta furia asesina en ese hombre. No pudo encontrar nada y por eso concluyó que el agresor simplemente lo hacía por un placer morboso, malsano.

Algunas noches, tirado en su camastro ideaba formas de evitar tanto castigo. La oportunidad se le presentó una tarde. Hacía más de una semana que el capitán no aparecía por el barracón que ocupaban otros 29 soldados. De pronto, el capitán entró con gran estruendo, vociferando órdenes y se dirigió al lugar que ocupaba el más joven de los reclutas. De físico esmirriado y estatura pequeña justo en el límite que exigía el reclutamiento, era el protegido del grupo.

El oficial fue empujando el jovencito, que estaba en ropas menores y descalzo, hacia el patio. Le ordenó hacer 100 “lagartijas” pero esta vez cometió un error.

Golpeó la espalda con la punta de su fusil que estaba cargado. Y apretó el gatillo por simple instinto asesino. El estampido paralizó a la tropa. El único que reaccionó como un resorte fue él. No lo pensó ni un segundo. Saltó con un solo envión que golpeó con piernas y pies al capitán e hizo saltar el fusil de sus manos y el cuerpo se estrelló sobre unos de los camastros. El moreno alcanzó el fusil en el mismo giro de su caída. Quedó con una rodilla en el suelo y rápidamente, casi sin apuntar, disparó. Descargó todo el peine del arma. El cuerpo del capitán cayó, en medio de un sangrado que impresionó a todos los que miraban atónitos la escena.

El cuerpo del capitán quedó cortado en dos partes por su abdomen debido a la concentración de fuego a quemarropa casi en el mismo lugar.

Le dieron 30 años sin posibilidad de libertad condicional, pero llevaba siete años en una de las cárceles de mayor rigurosidad cuando la guerra apareció como una esperanza para él que seguía entrenando en el gimnasio de la cárcel.

Un Coronel, del ejército de tierra hizo todas las gestiones y logró que le conmutaran la pena. Ahora estaba esperando en el medio de una noche gélida, en un “agujero de zorro” inundado, mientras sus enemigos, iban rodeando poco a poco el pequeño equipo de tiradores dispuesto en círculos en cada punto cardinal. Él fue hablando con cada uno de sus hombres, levantándoles el ánimo a los más jóvenes, preocupándose por las municiones. El miedo, la tensión nerviosa podía palparse en cada línea. Todos eran conscientes que estaban rodeados por unos 40 soldados de élite en las líneas más próximas aunque se sabía que detrás de ellos ya estaban apostados una partida de más de 100 hombres en vehículos de transporte de tropas, jeeps artillados, efectivos con morteros y soldados con lanzallamas, además de cañones de 105 milímetros de tipo Howitzer.

Dos de los jovencitos estaban de rodillas, rezando. Los veteranos, en cambio, colocaban con gran sigilo explosivos en el paso de las tropas enemigas. Repartían estratégicamente algunas “trampas cazabobos” y colocaban sus armas junto a cargadores de municiones al alcance de sus manos. La atmósfera era insoportable pero ya nadie hablaba como si presintiendo el inminente final. El silencio lo invadió todo cuando el primer obús de mortero cayó a dos metros de la primera línea de novatos y los despedazó. Así estalló el infierno con explosivos de todo tipo. Los gritos de los hombres que eran alcanzados por la metralla apenas se oían en ese pandemónium que primero reventaban los oídos de los defensores aún vivos, luego les quitaba el aliento y por fin los iba matando poco a poco.

El sargento tenía una enorme herida en su espalda, una pierna fracturada en 3 partes y en su mano derecha una quemadura horrible, hasta el hueso. Miró a su derecha y ya no pudo escuchar nada. Dejó caer los restos de su fusil, inutilizado por un tiro, levantó su cabeza con las últimas fuerzas y solo vió una gigantesca ola de fuego que iluminó todo el lugar. Abrió sus brazos, como esperando el abrazo de un ser imaginario y la luz de sus ojos se apagó.