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Un llanto incontenible. Basado en un hecho real de Leonel Tuana

LOS CUENTOS DE LEONEL TUANA EN DIARIO URUGUAY
Escribir basados en un hecho realmente acontecido deja de lado la imaginación del autor pero recobra para el público un verdadero desafío. Ese desafío es el de imaginar las escenas cuando el autor las reproduce en el papel o en la pantalla. Por eso la realidad le roba al autor aquellos estamentos que bien pueden superar a la imaginación del lector. Ojalá esto ocurra en este relato que nació una noche de invierno en una de las crónicas peores que me ha tocado describir.
No es fácil para el autor reseñar aquel escenario dantesco salpicado de sangre por techos y paredes aunque parezca mentira. Si ustedes están dispuestos a imaginar aquel momento que me tocó vivir los felicito por vuestra audacia y porque después de casi 50 años volví a estremecerme cuando tuve que escribir detalles entre morbosos y auténticos. No me hubiera gustado escribirlo por cuarta o quinta vez como ocurrió en realidad porque la verdad es que este relato fue destruido varias veces antes de someterlo a vuestro juicio.

 

UN LLANTO INCONTENIBLE
Basado en un hecho real

El joven caminó hacia la casa de su novia con evidente preocupación. Sus pasos se dirigían en una dirección pero su mente estaba en otra parte. Ella lo esperaba en el zaguán. Su casa distaba apenas dos cuadras de la del joven, que venía de su trabajo en el banco, todas las tardes a la misma hora. No solo era metódico sino también escrupuloso. No llegaba aún a los 20 años y ya tenía una personalidad aparentemente firme modelada a la antigua pero que, como un iceberg, ocultaba tensiones que nadie veía.
Noelia, la novia, lo vio avanzar hacia ella y supo que algo grave estaba pasando. Seria por ese rictus de su rostro, que ella conocía muy bien y que prestigiaba tormenta o quizá por el andar nervioso y rápido que traía. Él le contó, entonces, que su madre no solo se oponía al noviazgo sino que lo había amenazado, la noche anterior, con echarlo de la casa.

La madre del joven bancario le había obtenido el puesto de trabajo gracias a un pariente que era Gerente de la Casa Central en la Ciudad Vieja. El muchacho había entrado a trabajar como meritorio y ganó su puesto por concurso con excelente rendimiento porque entre 324 aspirantes logró el primer lugar. Entre sus compañeros y jefes del banco estaba considerado hoy, tras 2 años de experiencia, como una verdadera «lumbrera» que hacia operaciones matemáticas complicadas de memoria y en ocasiones le ganaba a las maquinas.

El le relató a Noelia cómo había sido la pelea entre madre e hijo, cómo la madre lo había agredido a golpes con la mano abierta pegándole en el rostro igual como lo hacia cuando era niño.

Noelia escuchó, azorada, aquel relato de golpes, insultos e imprecaciones mutuas. Ella supo, entonces, que el joven había replicado el ataque golpeando a su madre con una plancha. La herida en la cabeza fue leve, según le dijo él, pero la imaginación de su novia voló de inmediato hacia un futuro en común con un hombre que era capaz de perder el control al punto tal de herir a su propia madre.

A la mañana siguiente, el joven entro a trabajar poco antes del mediodía. Todo parecía normal, tanto que sus compañeros lo vieron optimista, despreocupado, como si su vida hubiera cobrado un giro diferente. A las tres de la tarde llego la policía. El jefe de su sección no quiso decirle qué ocurría y los policías tampoco hasta que llego a su casa y vió el gentío que se agolpaba a las puertas del edificio donde vivía, en Bulevar España.

El muchacho imaginó lo peor.
Cuando entró al edificio lo abrazaron las vecinas del barrio, algunos amigos que también estaban allí y por último su novia que intentó consolarlo con murmullos que él no entendió.

El Comisario de Homicidios le pasó el brazo sobre los hombros y lo fue preparando mientras subían las escaleras entre un cordón de gente silenciosa y compungida mientras los murmullos caían, detrás suyo, como la estela que dejan los barcos.

El dormitorio de la madre era un espectáculo dantesco que horrorizó a los más aguerridos y resistentes policías. Algunos habían vomitado como cuando eran novatos. Otros, se tapaban la nariz con sus pañuelos para evitar el olor nauseabundo que despedía el cadáver.

Cuando el joven enfrentó aquella escena, con el cuerpo de su madre semidesnuda acribillado a puñaladas en la cama, con enormes manchas de sangre en paredes, muebles y ropa de cama, estalló en llanto, se arrojo a gritos sobre el cuerpo rígido y enseguida sufrió un desvanecimiento.

El velatorio se hizo en una empresa fúnebre cercana a la casa del joven y al entierro asistieron todos sus compañeros de trabajo, además de un mundo de conocidos.

Dos días después se conoció el informe de la Policía Técnica.

El homicida había roto el vidrio de la puerta del fondo, cuando atacó a la infortunada mujer. La golpeó primero con una lámpara y luego la apuñaló profundamente 32 veces en todas las partes posibles de su cuerpo.

El rostro había sido desfigurado a puñaladas con una ferocidad pocas veces vista por la policía demostrando una brutalidad inexplicable.

El Comisario de Homicidios convocó al joven para informarle sobre lo que la Técnica decía y se unieron en el despacho de Jefatura a las 19 horas del día siguiente.

La conversación, con un café por medio, fue como lo hace un padre hacia un hijo porque el Comisario parecía tenerle afecto al joven por la desgracia sufrida.

Juntos fueron analizando, paso a paso, los movimientos del agresor, la cuchilla ensangrentada que apareció debajo de la cama, la falta de huellas dactilares, la forma peculiar de la rotura del vidrio de la puerta trasera destrozado desde el interior de la casa y una infinidad de pequeños detalles que el muchacho confirmaba, negaba o simplemente se mantenía silencioso o indiferente ante determinadas preguntas.

Poco a poco, el Comisario fue acercándose al joven, bajando el tono, intimando en la desgracia, revisando recuerdos de la juventud, hablando sobre las bondades de la madre muerta y sobre cómo el joven buscaba desesperadamente su libertad. En un momento determinado, el Comisario abrazó al joven, le acarició la cabeza, lo atrajo sobre si y el muchacho no se pudo reprimir y rompió en un llanto incontenible, nervioso, agitado.

El policía, entonces, le pregunto en un susurro, casi cómplice,
-¿Fuiste tú, verdad?
Apretando todavía más el brazo, con los nudillos casi rojos por el esfuerzo, el muchacho, entre llantos entrecortados, dijo con un hilo de voz,
-Sí, yo la maté.