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No hubo hombre poderoso a quien no retratara con su irónico trazo: Hermenegildo Sábat

HELARTE CON LOS URUGUAYOS

 

«…vivimos bajo el imperio de la pavada. Entonces la gente sabe que Van Gogh se cortó una oreja, pero desconoce su obra, sus angustias, sus formas de pintar o dibujar. Ahora se sabe de los artistas lo que menos importa, si se emborrachaban, si salían con tal o cual mujer…»

Cuando un taller de arte está vacío -sin los alumnos, sin la modelo, sin los fantasmas de los pintores amados- uno siente sin embargo que un duende o tal vez un ángel andan cerca. Hermenegildo Sábat(67) puede ser visto acaso como una rara mezcla de ángel y duende. Hosco y obstinado como una roca dura, pero a la vez sensible y transparente como el agua blanda, el artista camina casi sin hacer ruido entre mesas y tableros. Desde las paredes lo miran fijo sus propias caricaturas de Troilo, Picasso, Groucho Marx, García Lorca, Brecht y naturalmente el célebre trompetista Duke Ellington. Pero él está demasiado concentrado como para prestarles atención. Apenas si levanta la vista cuando, también desde la pared, su inimitable versión de Marilyn Monroe parece guiñarle un ojo. En las estanterías de los costados duermen sus libros (Scat, Seré breve, Vernissage y Tango mío, entre otros) y los de unos cuantos grandes artistas de todas las épocas, como el exasperado y procaz Egon Schielle, o el refinadísimo retratista alemán Hans Holbein.

«…yo pienso que potencialmente todos somos artistas, todos tenemos la posibilidad de convertirnos en creadores. Claro que después viene la escuela y las presiones familiares, los mandatos sociales y esas cosas, que frustran muchas vocaciones ocultas. En realidad, la gente siente que en ninguna parte es respetada»

 

«Mis mejores alumnos del taller no tienen un peso y por lo general tampoco tienen acceso a las grandes obras de arte que se exponen en el mundo»

 

Mientras en el equipo de música suena casi en sordina un viejo tema de Charlie Parker, el maestro pinta en silencio, como abstraído. Obviamente no le gusta hablar, y para explicarse sin dejar de ser coherente, señala hacia un costado, con el dedo, una de las incontables frases que tiene pegadas en un panel de telgopor: Calle, la palabra mata el sentido creador. Era un consejo que Ernest Hemingwaysolía darles a los escritores excesivamente locuaces. Cuando se lo interroga una vez más sobre el carácter editorial de sus ilustraciones periodísticas -ya que ningún entrevistador que se precie de tal debe evitar las preguntas obvias- Sábat se hace el distraído y dice: «Yo no voy a poner palabras para hablar de algo que no tiene palabras». Tiene razón. Si al poeta Raúl González Tuñón lo dibuja con alas de ángel y al ex dictador Pinochet lo presenta con colmillos de lobo y manchas de sangre alrededor -o a Galtieri con una eterna copa de whisky en la mano- poco o nada hay que agregar. Como contrapartida, el rostro sin rostro de los desaparecidos asoma como carne viva y acusadora en el papel.

¿Cuál es, finalmente, el verdadero Sábat? ¿El filoso caricaturista que echa a volar sus broncas y alegrías cada mañana a la manera de un periodista mudo, o el delicado artista que expuso sus pinturas, paisajes y retratos en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1997? Entre ambas opciones lo mejor es elegir las dos. Porque la obra múltiple del señor Hermenegildo no admite esos burdos encasillamientos. Sábat, además, ni siquiera necesita la opinión de los habitualmente aburridos críticos de arte. Sus expresivas, sutiles y contundentes pinturas existen como verdades irrefutables. Y sus caricaturas no tienen igual. En unas y otras sobrevuela además la marca de la desobediencia, otra virtud entre las muchas que caracterizan a su inspirado hacedor.

«Yo dibujo con el corazón en llamas»

«Todos somos artistas»
-¿Todavía le preocupa saber si es buen pintor?
-Lo que siento ahora es que vengo progresando en mi camino de autodidacta, que por supuesto no se lo recomiendo a nadie. Todo se hace más lento y surgen dificultades a la hora de determinar qué cosas son vivencias y cuáles meras apariencias. Yo no sé si pinto bien, pero sé que lo que estoy haciendo me representa. Y no es poco.

-Etimológicamente hablando, la palabra «arte» alude justamente a un modo muy propio de ser o existir.
-Sí, y ese ejercicio se relaciona también con el respeto por los artistas que trabajaron antes. Y el respeto por uno mismo también.

-¿Qué quiere decir exactamente?
-Veámoslo así: yo pienso que potencialmente todos somos artistas, todos tenemos la posibilidad de convertirnos en creadores. Claro que después viene la escuela y las presiones familiares, los mandatos sociales y esas cosas, que frustran muchas vocaciones ocultas. En realidad, la gente siente que en ninguna parte es respetada. Por eso, cuando percibe una actitud diferente, se abre la camisa y vuela como Superman.

-Uno podría pensar que si un Superman real hubiese nacido en la Argentina, tarde o temprano lo bajarían de un hondazo.
-Es cierto, acá no se estimula a la gente. Y si alguien levanta vuelo, sólo genera envidias y recelos a su alrededor. Otro problema grave que yo veo en la Argentina es la pésima educación artística que hay.

-¿Se refiere a la forma en que se les enseña a dibujar a los chicos?
-Por ejemplo. Siempre es bueno recordar eso que decía Picasso de que a los noventa años le hubiese gustado aprender a dibujar como un niño. Pero qué pasa, aquí a los chicos ni siquiera se les enseña a agarrar el lápiz. No se les demuestra que si uno toma el lápiz desde el extremo superior puede dibujar con más libertad, y que si en cambio lo agarra cerca de la punta inferior ni siquiera ve lo que está dibujando.

-En todo caso eso se puede rectificar. Hay cosas todavía más graves, como la idea tan difundida de que el arte es algo serio y aburrido, o que es privilegio de la gente paqueta y supuestamente culta.
-Mis mejores alumnos del taller no tienen un peso y por lo general tampoco tienen acceso a las grandes obras de arte que se exponen en el mundo. Y eso para no hablar de Van Gogh, que sólo vendió un cuadro y a su propio hermano. Ahora sus obras se venden a veces por más de cien millones de dólares.

-Curiosamente los medios locales suelen interesarse por el arte cuando un cuadro de Van Gogh o de Frida Kahlo se vende a precios muy altos. El cuadro en sí como mensaje o producto artístico parece un tema completamente secundario al lado de su valor expresado en millones de dólares.
-Eso es así porque vivimos bajo el imperio de la pavada. Entonces la gente sabe que Van Gogh se cortó una oreja, pero desconoce su obra, sus angustias, sus formas de pintar o dibujar. Ahora se sabe de los artistas lo que menos importa, si se emborrachaban, si salían con tal o cual mujer, si Mozart era perseguido por la sombra de Salieri o si se dormía en los conciertos. Preguntan: ¿estaba enfermo Charlie Parker? Cuando acaso deberían preguntar al revés, ¿qué hubiera hecho Charlie Parker si no se hubiera enfermado?

-¿Y qué hubiera hecho?
-Eso a mí no me importa. Me basta con la genialidad de su música.

«La felicidad es una verdad que sobrevive»
-¿Por qué sus caricaturas son mudas?
-Eso viene de cuando trabajaba en La Opinión, que es el diario que de alguna manera me hizo conocido en todas partes. Mi condición para trabajar allí fue que mis dibujos carecieran por completo de palabras.

-¿Cuál es su problema con las palabras?
-Es que aquí la gente se pelea por las palabras y no por las ideas. Además me parece que de ese modo yo puedo decir un montón de cosas que si estuvieran por escrito me impedirían seguir trabajando. Cuando se hablaba por ejemplo de las relaciones carnales con Gran Bretaña y Estados Unidos yo dibujé a Di Tella con los lienzos por el piso. Creo que en ocasiones el silencio es preferible al caos y al vacío. Además el trabajo creador se enriquece cuando hay concentración y tranquilidad. No siempre el que calla está otorgando.

-¿Se considera un hombre feliz?
-Sí, trabajo en lo que me gusta, estoy acompañado por el amor de mis hijos y mi mujer. No me puedo quejar.

-Hay gente que dice que sólo se puede ser feliz por brevísimos instantes.
-Es probable. Pero tampoco creo que uno pueda ser feliz por obra de un arrebato. Hay una acumulación de vivencias y cuestionamientos, como las capas que se superponen en un cuadro. Abajo van aflorando las capas anteriores, y la felicidad es un resultado de todo ese proceso de vida acumulada, de incorporaciones y descartes, acaso como una verdad que sobrevive al autoengaño y la mentira que nos rodea.

-¿Cree que los artistas están más cerca de esa verdad que el resto de las personas?
-Ellos son diferentes, tienen otro tipo de preocupaciones. No digo que eso los haga mejores, pero al menos ofrecen un ejemplo, sobre todo en una sociedad como la nuestra, acostumbrada a vivir de una manera vulgar, yo diría que groseramente materialista.

Del jazz a la música clásica
-A usted se lo asocia mucho con el jazz. ¿Se puede decir que es un fanático del género?
-He dibujado a músicos de jazz, y escribí muchas notas al respecto. Pero también escucho música clásica, especialmente Brahms y Mozart. No me interesa estar muy actualizado en ese terreno. Siempre digo que no se puede estar en todos lados al mismo tiempo. A la mañana vengo al taller, trabajo siete u ocho horas, después voy al diario donde me gano la vida, y finalmente doy clases y aprendo francés dos días por semana. Es todo lo que puedo hacer.

-¿Siempre trabajó en diarios?
-Bueno, desde que dejé Uruguay, al cumplir los 31 años, y llegué a Buenos Aires, mi aspiración siempre había sido trabajar en un diario para así poder pagar mi arte. Ése era mi proyecto. Después aprendí a sacar fotos, a redactar y a diagramar. Me convertí de hecho en un periodista. En Montevideo, en 1965, llegué a ser secretario de redacción de El País. Pero cuando alcancé esa supuesta meta decidí patear el tablero, quemar las naves y venirme para la Argentina.

-¿No se sintió un irresponsable haciendo eso?
-No, porque de lo contrario me hubiera convertido en un burócrata, y ésa no era la idea.

-¿Quiere decir por ejemplo que ser jefe de redacción de un diario es algo así como convertirse en un burócrata?
-Quiero decir que yo no sirvo para decirle a alguien que me traiga un café. Y mucho menos para sugerir que a tal o cual tipo hay que echarlo del diario. No soportaría verme en esa situación.

-¿A usted ya lo echaron de algún lado?
-Aquí en Buenos Aires muchas veces. Tanto que una vez estuve a punto de volverme a Uruguay. Una vez el dueño de una agencia de publicidad me llamó para decirme que me tenía que ir pero que yo era un gran tipo. Yo le repliqué: «No sea hipócrita, usted me está echando». Cuando te quedás en la calle, esta ciudad puede llegar a ser muy dura. En la intemperie no hay ningún reparo. Por eso siempre digo que vivir de la vocación no es un privilegio sino una condena.

-¿Por esa razón sigue trabajando en Clarín?
-Las razones son varias. En primer lugar, yo no sé moverme hábilmente en el mercado de arte. Y en segundo lugar, el hecho de haber estado ocho veces en la calle, me marcó mucho, yo diría que demasiado. En última instancia no creo que el trabajo público de periodista sea algo de décima categoría. Es algo muy respetable y digno.

-Algunos escritores que en sus inicios trabajaron en diarios, como por ejemplo Hemingway, solían decir que el periodismo es algo con lo que hay que saber cortar a tiempo.
-De acuerdo, pero otro procedimiento podría ser no mezclar las cosas. Cuando uno trabaja en un medio de gran penetración hay que dividir claramente qué es lo que uno quiere hacer. Yo sé que en el diario me gano la vida. Eso es todo.

-Me parece que está subestimando su perfil periodístico. Muchos de sus dibujos «de circunstancias» han hecho historia.
-De acuerdo, pero eso se debe a que yo me siento más seguro dentro del diario haciendo un trabajo combativo que un trabajo conformista. Cuando encaro un dibujo no puedo dejar de recordar que va a ser visto por un millón de personas. Por eso, cuando dibujo, trato de mantener el corazón y la cabeza hirviendo, y la mano helada.

Historia de un nombre
-¿De dónde sale el sobrenombre Menchi?
-Es como un diminutivo cariñoso de Hermenegildo. Mencito, Menchito, Menchi… Qué le vamos a hacer, el nombre es una carga que se lleva durante toda la vida.

-¿Le pesa llamarse Hermenegildo?
-No especialmente. Además, con esta cara, ¿qué nombre cree que puedo merecer? Mi abuelo se llamaba así. Lo que seguro no me hace ninguna gracia es ver, en el cementerio central de Montevideo, mi nombre grabado en esa lápida. Pero me divierte siempre recordar una anécdota que viví cuando conocí a Blanca, mi actual mujer. «Yo sé que a vos te dicen Menchi -me encaró- pero quisiera que me digas cuál es tu nombre verdadero. ¡No me vas a decir que te llamás Hermenegildo o algo así!»

-A juzgar por los años que llevan de casados, parece que su nombre no fue un obstáculo para conquistarla.
-Parece que no. Blanca me lleva aguantando ya treinta y seis años. Tuvimos dos hijos, Rafael de 34 años y Alfredo de 31. No somos abuelos todavía pero vivimos bastante bien.

-¿Tuvo muchos amores antes de conocerla?
-No, yo diría que ninguno. Ella fue mi única novia. Me la presentaron en una fiesta en la que caí por accidente, acompañando a dos hermanas. Blanca era de Colón, un barrio de Montevideo. Cuando me conoció todavía no había visto mis dibujos. Para esa época yo vivía en el barrio de Pocitos.

-Cerca de la playa.
-A tres cuadras. Ése es uno de los grandes privilegios que tienen los montevideanos. La playa siempre está a un paso y es un elemento muy fuerte de integración social. Y lo bueno es que la costa puede ser utilizada por todo el mundo; no pertenece a nadie en particular. La gente está liviana de ropas y nadie se ve obligado a fingir lo que no es.

-Creo haber leído que a fines de los cincuenta usted fotografió a una mujer completamente desnuda por la calle y en pleno día…
-Sí, y para colmo esas fotos fueron publicadas. Desde entonces me sentí tan mal que no volví a tocar una cámara por diez años. Montevideo tiene esas cosas verdaderamente maravillosas.

-Parece como si hablara del mismísimo paraíso.
-Hablo en realidad de esa infancia feliz que tuve en Pocitos. Mi padre era profesor de literatura, un intelectual que llegó a ser director general de la enseñanza secundaria en Uruguay. Mi vieja era porteña y lo acompañó siempre. Yo estudiaba y cuando podía iba a la playa.

-¿Fue un buen alumno?
-No, creo que como estudiante dejé bastante que desear. En realidad yo quería dibujar, y nada me importaba más que eso. Una vez, cuando tenía 16 años, escuché a una chica decirles a sus amigas: «Menchi es una sola cosa». Y creo que tenía razón. A veces pienso incluso que todos somos una sola cosa, algo que se puede ampliar, estancar o frustrar. Pero que siempre está ahí como una marca, como una posibilidad.

«…creo que como estudiante dejé bastante que desear. En realidad yo quería dibujar, y nada me importaba más que eso. Una vez, cuando tenía 16 años, escuché a una chica decirles a sus amigas: «Menchi es una sola cosa». Y creo que tenía razón»

 

El ensayista
Sábat, aunque mucha gente no lo sepa, es poeta y ensayista. En este último rubro abordó muchos de los temas que lo obsesionan: el tango, el jazz, la hipocresía de algunos políticos, la salvación del alma por el arte. Adioses tardíos recoge acaso los mejores de esos trabajos.
Sábat eligió para educ.ar los textos que siguen:

Uno/ Ser artista
Las letras de tango y, de una manera más amplia, la picardía criolla han devaluado el sentido genérico de la palabra «artista». Los diccionarios se remiten a pontificar: persona que se dedica a una de las bellas artes (con minúscula). Cuando se trata el tema entre gente ilustrada, el Artista (con mayúscula) es alguien que se ha ubicado más acá de las bellas artes, las ha trascendido y, como hubiera dicho Duke Ellington, está más allá de cualquier categoría. Es probable que el o los conceptos sobre mucho de lo ya sostenido estén al borde de la autodestrucción, pero es indudable que los principios éticos y la espontaneidad de sentimientos todavía y por un largo plazo van a seguir ayudando a quien posea, además, talento y lo que hay que tener.

Esa falta de respeto por el artista y la innegable superficialidad con que se los juzga, o, mucho peor, los remedos a que nos pretende acostumbrar la cultura del shopping center obligan a insistir recalcando, quizás, lo obvio.

El aspirante a cualquier taller, escuela, estudio o similar, casi siempre está más preocupado por la gratificación otorgada a obras propias que por la comprensión de lo que hizo.

Las urgencias, limitaciones y falta aparente de oportunidades son ciertas y evidentes, en Montevideo y también en Buenos Aires o cualquier otra ciudad más o menos opulenta. Resulta incómodo afirmar que las oportunidades no se ofrecen, se advierten.

Pero no hay que desesperar: es posible ser honesto, espontáneo, buen amigo y también un profesional capaz de pagar impuestos, educar hijos, no descreer de ideologías y cosmovisiones y al mismo tiempo ser propietario de algún espacio para vivir y tener la desgracia de viajar y conocer otros espacios y demás ámbitos.
Esto no significa transformarse en un burgués archiconsumista, sino transitar tres etapas, las que cualquier aspirante a artista (con o sin mayúscula) debe recorrer.

Nadie debe sentirse infradotado ante esta advertencia. Cualquier visteo hecho por un aspirante rápido lo conduce con corrección a discriminar una tiza (o pastel) de un pomo de acuarela, y un papel de una tela. Eso no constituye desde ya suficiente argumento para afirmar: «A mí no me gusta la acuarela», como si se tratase de un algún plato de cocina que afecta al hígado. O, con defensa tan poco plausible, rechazar la tela porque no se ha usado.

Hay que dibujar con lápices duros, grasos, blandos, de colores, carbonillas duras, blandas, sanguinas, barras litográficas, lapiceras con plumas (sí, esas que se usaban en las escuelas) todas las plumas que se encuentren, pinceles de todo tipo y mezclarlos con tintas, acuarelas (de lata o de pomo), acrílicos (con su médium correspondiente, nunca con agua), óleos, pintura de tarro, todo. Pero no todo a la vez. Hay que tener curiosidad por los materiales e investigar sin esperar consejos ajenos. No hay que ser autodidacta. Se pueden confundir ciertos avances «interiores» con descubrimientos elementales. No hace falta ser atropellado por un camión para enterarse de que no se cruza una calle cuando en el semáforo está iluminado el sector rojo. Tampoco el conocimiento teórico estricto es garantía para compartir el Olimpo con los elegidos post mortem, pero ayuda.

Si se ha logrado una amistad con los materiales (en lo posible íntima), hemos abandonado el primer escalón y nos encontramos, súbitamente, en una meseta que es casi seguro nadie podrá recorrer por completo. Aun así, es obligatorio conocer sus barrios, y, muy especialmente, sus salas de espejos. Una visita guiada nos ilustra, recién ubicados en la meseta, que uno de los más grandes artistas del siglo, don Henri Matisse, siempre temblaba delante de una tela virgen.

Si no le gustan las telas blancas, píntelas de negro, pero no haga como Barnett Newman, un neoyorquino que las firmaba. No limite sus dudas; si no le gustan las telas pruebe con otros materiales, pero es probable que en algún momento se encuentre sin saber qué hacer. Ese instante es positivo. Hay que generar un sistema de trabajo, que conducirá, sin dudas, a una disciplina, nunca a una rutina. Si se reconocen esos momentos, que inevitablemente suceden, podrá sentirse la tranquilidad de saber que las obras esperan aunque uno no se encuentre con ellas.

Uno de los errores de la enseñanza de dibujo en los institutos secundarios obliga a condenar a los alumnos a que «terminen» un dibujo en cuarenta o cuarenta y cinco minutos, durante dichas clases. Esa malformación dificulta posteriormente a muchos aspirantes que no logran comprender que, hasta ahora y afortunadamente, ningún museo del planeta ubica debajo de las obras expuestas su tiempo de realización. Los que ven televisión se enteran de que Charlton Heston (perdón: Miguel Ángel) tardó cinco años en pintar la Capilla Sixtina, y por suerte la película duró sólo dos horas.

Así como hay muchos, tal vez la mayoría (y no es injusticia) que nunca superan el reconocimiento de los materiales, y dedican sus vidas al know-how y ahí vegetan, no es para nada criticable que se dedique una vida a las búsquedas y a las experimentaciones. Sin ánimo de desalentar a quienes lleguen a leer estas líneas puedo animarme a sugerir que la parte más interesante ocurre cuando se poseen los elementos que nos conducen a entender lo que hacemos y por qué. Esto no se logra sin haber hecho muchos dibujos y muchos cuadros, si no se han tirado también otros dibujos y cuadros y escuchado lo que muchas personas dijeron y hasta leído lo que otros escribieron sobre ellos. Para eso no son necesarios divanes. Se recomienda leer vidas de grandes artistas y tener muchos almanaques encima. Además, si no es mucha insistencia, vale la pena no tomarse en serio, observar lo que hacen los demás para disfrutar (y no para copiar), y de vez en cuando visitar los espejos de la meseta para observarse. Si no somos lindos, mala suerte.

Si se superan todos estos escollos, uno podrá sonreír con las letras de los tangos y aportar algún dato a la picaresca criolla. Y en esos instantes, Rudyard Kipling podrá ser nuestro hijo.

Dos/ Tango sin palabras
A nadie le gusta admitir que el tango produce disgusto, pero no hay que desesperar. Evidencias sobrevivientes, pálidas y escasas, sucumben ante aluviones de sonidos monótonos -en el mejor de los casos, pésimos- habitualmente bendecidos y multiplicados por imitaciones y plagios que embelesan a empresarios, idólatras descerebrados e incluso supuestos intelectuales, unidos para defender apropiaciones rotuladas como «nacionales». El tango resiste los avances y no ha desaparecido, aún. […]

Los excesos, abusos, perjuicios y hasta persecuciones al idioma que se han enquistado en el género, no impiden aplaudir a los poetas genuinos del tango, oasis al que se arriba luego de precipicios y lagos repletos de tiburones hambrientos. Los ámbitos donde nació el tango ya no existen y los decorados que se repiten para recobrarlos -el farolito, el empedrado, las medias luces-, son escenografías falsas, reaccionarias, poco creíbles. El centro de Buenos Aires, que impidió a Lola Mora instalar su fuente en la Plaza de Mayo para que no se divulgara que los desnudos existen, decretó que los barrios de La Boca del Riachuelo y Barracas eran tugurios habitados por inmigrantes de décima categoría, estibadores ignorantes, rameras, explotadores y músicos malditos. Como si fuera poco, en 1904 La Boca consagró diputado a Alfredo Palacios, primer socialista que alcanzó ese rango en todo el largo continente americano. Lo único que le faltó a La Boca fue trasmitir la lepra.

La década del veinte observó a robustos porteños frecuentar transatlánticos que los trasladaban a París acompañados por otros robustos ejemplares vacunos ubicados en la tercera clase. Ahora se trata de disimular o se niegan las visitas de esos bacanes a los mundanos boliches parisinos. Existen testimonios fotográficos y dibujos que las acreditan. Lo que resultó difícil admitir a estos habitantes del centro de Buenos Aires y su barrio norte fue cómo nadie entre ellos intentó ganar dinero con esa música de orígenes indeseables que había fascinado a los franceses. Lo que no logró el tango ha sido reivindicado por los simpatizantes de Boca Juniors: el barrio fue visitado (y depredado).

Cuando es dable viajar y por coincidencia casi mágica se escucha Ranún, de Luis Petrucelli, o Vayan saliendo, por el sexteto de Julio De Caro, o Milongueando en el 40, por la orquesta del gordo Troilo, o Adiós Nonino del maravilloso Astor Piazzolla, se producen conmociones internas indescriptibles, donde no intervienen mujeres flageladas ni madres explotadas ni delatores ni otras traiciones. Esos sonidos, sin palabras, por los que nadie se pelea y a todos pertenecen aunque lo ignoren, habrán de sobrevivir a músicas enlatadas, exhibicionismos que intentan sustituir la ausencia de talentos y hasta los ruidos que ponen a prueba las resistencias auditivas caninas.

Esta música, por la que somos identificados en Japón o Madrid, Los Ángeles o Moscú, debe contener algún ingrediente milagroso que desarrolle su resistencia al castigo.

El amante del jazz
La vieja magia de la música negra estadounidense siempre lo cautivó. Ama el scat, adora a Duke Ellington -a quien retrató de mil maneras diferentes- y su alma armoniza muy bien con el blues. Sábat escuchó, dibujó y hasta soñó con el jazz desde muy joven.

Pintura de Sábat
Django Reinhardt, por Hermenegildo Sábat.

El pintor
Se lo discutió como pintor, a la vez que se lo aplaudió como dibujante y caricaturista. Pero Sábat se ríe de esos rótulos y exhibe, en este terreno, una obra amplia y refinada. Es más, los críticos deben admitir ahora que el notable pintor que hay en él está dejando atrás al dibujante.

Óleo
Lo que nos queda. Óleo, 2,50 x 2,00 , 1997.

El fotógrafo
Pocos lo conocen en este rol. Y sin embargo Hermenegildo Sábat viene sacando fotos que están a la altura del resto de su obra. Una vez lo sorprendió a Fidel Castro, en 1967, en Punta del Este. También enfocó a grandes músicos de jazz y a simples bancos de plaza de cualquier lugar del mundo.

Foto
Crump´s barber shop, Washington, 1961.

Sus frases preferidas
Éstas son las frases que Sábat tiene pegadas en las paredes de su estudio de San Telmo:

Veo un ojo que siente y siento una mano que ve.
Goethe

¿Quiere que le explique este cuadro?
Entenderá la explicación, pero no el cuadro.
Pablo Picasso

Hay dos clases de hombres: los que viven hablando de las virtudes y los que se limitan a tenerlas.
Antonio Machado

La naturaleza trabaja para destruir la línea recta.
Eugéne Delacroix

Estilo es la forma que tiene cada uno de decir lo mismo.
Stendhal

Ayúdame a ser hombre, no me dejes convertirme en fiera.
Miguel Hernández

Quiero llegar a ser inmortal y luego morirme.
Jean Pierre Melville

El pintor que se encuentra a sí mismo está perdido.
Max Ernst

Calle, la palabra mata el sentido creador.
Ernest Hemingway

Sólo los mediocres dan todo de sí.
Jean Giraudoux

Quisiera ser un intruso en puntas de pie.
Henri Cartier Bresson

Un artista es un hombre que inventa a un artista.
Harold Rosenberg

Nota de opinión, por Jorge Glusberg
¿Cuántos Sábat hay en Hermenegildo Sábat?
Hay ocho, por lo menos: el dibujante, el caricaturista, el pintor, el periodista, el poeta, el escritor, el fotógrafo, el músico.
¿Son muchos Sábat? No, por cierto, ya que todos tienen todo que ver con él. Con el todo que es él. A Hermenegildo Sábat no le hace falta ironizar, como a Borges, que existe otro Borges, «a quien le ocurren cosas», hasta decir: «No sé cuál de los dos escribe esta página». Él sabe quién escribe, quién pinta, quién dibuja, quién toca el clarinete, quién enhebra los versos del poema, como éste que ha sido incluido en su libro Panteón de los héroes:

Heme aquí
Experto en nada
Sobreviviente inerme
Incapaz de integrar
Horizontes rojos
Con papeles verdes.
Buenos Aires sigue húmeda,
Según el último informativo
La visibilidad aérea es tan pobre
Que no merece leerse,
Y esa conspiración
(que parecía tan poderosa)
Ya fue sustituida,
Pero el periodismo
Informa en cadena
Imparcialmente.

Bibliografía comentada
Al troesma con cariño. Siglo XXI, Buenos Aires, 1971.
Es el primer gran libro de Sábat. Está completamente dedicado a idolatrar, e ilustrar, las mil imágenes que Carlos Gardel dejó en la memoria de quienes lo amaban. El dibujante relaciona cada imagen con algunas letras clásicas de los tangos de Gardel y Le Pera.
Yo Bix, tú Bix, él Bix. Airene, Buenos Aires, 1972.
Libro-homenaje al célebre trompetista estadounidense Bix Beiderbecke. Incluye junto a cada dibujo las etiquetas originales de la mayoría de sus discos, que Sábat buscó una por una hasta encontrarlas a todas.
Scat, Instituto Salesiano de Artes Gráficas, Buenos Aires, 1974.
Una suerte de interpretación gráfica del jazz. Esa vieja magia negra que obsesionó a Sábat desde siempre, aparece retratada en sus principales iconos, instrumentos, cultura y alrededores. Una fija: la presencia del gran Duke Ellington.
Vernissage. Sudamericana, Buenos Aires, 1988.
Una deliciosa ironía sobre el curioso mundo de los vernissages, la frivolidad que rodea a las muestras de arte, las copas, la sensualidad, las modas, la superficialidad, el encuentro de los sexos. Y todo servido por la mano maestra de Sábat y su mirada impiadosa.
La casa sigue en orden, Aguilar, Buenos Aires, 1998.
Compilación de sus caricaturas políticas, publicadas a lo largo de los años en el diario Clarín, de Buenos Aires. La mordacidad y el talento de un observador privilegiado.
Adioses tardíos, Aguilar, Buenos Aires, 1998.
Notas y artículos sobre arte. Un universo escrito que encuentra exacta continuidad en la obra pictórica de Sábat.

Notas
Frida Kahlo – La delicada cinta que envuelve una bomba
La pintora mexicana Frida Kahlo vivió entre los años 1907 y 1954. Fue ardiente y visceral por naturaleza. Fue, también, la modelo de sí misma. La pintora. La esposa. La amante. La mutilada. La muerta que habla por sus agujeros. La mujer que se desnuda frente a un mundo lleno de ojos y cerraduras. La loca. Su cuerpo se había convertido en un jardín profanado mil veces como una tumba. A los 18 años el pasamanos de un ómnibus le atravesó la pelvis y la columna condenándola a una invalidez progresiva. Ella fue entonces el retrato del dolor, de la tristeza, de la rabia, de la desesperación. De la pasión, también, por el arte. Y por seres capaces de encender su cuerpo como una lámpara en la noche. No es difícil desentrañar, en su obra, la forma y el color de esta pulsión en las plantas y frutas de formas y actitudes fálicas, tiernas o siniestras, que rodean a su propio rostro mirado en un espejo.

Hoja de hiedra, nube, puño, prótesis, cuerpo vacío, cuerpo lleno. La artista, la extraviada, la que no aprendió nunca pasó como Alicia al otro lado del espejo. En uno de sus cuadros los clavos se hunden dentro de su propia carne crucificada. En otra pintura va vestida con un traje típico del México profundo y hace guardia ante una segunda Frida; esta última yace sobre una camilla de hospital. Como si fuese un trofeo, la original sostiene en sus manos un corsé ortopédico de color rosa. Pero el corsé es en realidad una bandera en donde está escrita una leyenda con letras rojas, tomada de una vieja canción mexicana: Árbol de la esperanza, mantente firme. En el retablo de Frida, ella misma es el ángel que ruega por su salvación.

De pronto se abre por el medio como una fruta. Atravesada por cuarenta flechas presiente que su paso por el bosque va a ser cortado en seco por la muerte. Ella no obstante confía en que Dios, Marx, Stalin, Trotsky o su amado e infiel Diego Rivera la saquen de ese infierno. Pero cuando le amputan una de sus piernas pierde la fe. Yo soy la desintegración, se rinde al pie de un dibujo donde se la ve rompiéndose en pedazos.

La muerta de amor pinta con pinceles gastados, sucios de tiempo y mojados en llanto. La herida es la obra. La mancha es el sello que la distingue por sobre todos los demás. La reina de Coyoacán, la india furiosa de Toluca, nunca fue tan bien definida como lo hiciera su despreciado André Bretón -pope del surrealismo- cuando dijo que el arte de Frida Kahlo es como la delicada cinta que envuelve a una bomba.

Ella finalmente estalló, pero sus esquirlas arden todavía en sus pinturas y en las páginas de su diario. Abrirlo es sucumbir a una vida que brilló sin atenuantes.

Ernest Hemingway – Perfil de un cazador
El escritor estadounidense Ernest Hemingway nació el 21 de julio de 1899 y murió, suicidio por medio, 62 años después. Fue para muchos el ejemplo del narrador viril y bien plantado que «escribió bien porque vivió bien».

Aquel que nunca escapó a los peligros de la vida. El que bebió, hizo el amor, bailó, pescó y cazó, el que por eso mismo nunca sufrió la falta de tema y de vigor a la hora de escribir. Los amantes de los viajes y las eternas experimentaciones -esos que el italiano Pavese desdeñó con afinada convicción estética- habían encontrado a un paladín. Ante la clásica opción entre ficción y realidad, daba la sensación de que Hemingway había elegido la vida misma, el riesgo, la inmolación. Como Rimbaud -el que cambió la poesía por el tráfico de armas- o como esos tantos otros elegidos que no pueden hallar la felicidad en ningún devaneo puramente intelectual, el autor de París era una fiesta parecía marcar, con la sola fuerza de su ejemplo, un camino «vitalista».

Pero quienes idealizan el valor de la experiencia personal en la literatura, deberían saber, ante todo, que Hemingway fue lo que fue no sólo porque sabía encarnar bien un anzuelo de pez espada. Su increíble vida de púgil, pescador, cazador, cronista de guerra y escritor -también podríamos recordar aquí sus cuatro casamientos- estuvo unida a una extraordinaria sensibilidad literaria. Parecen dudosos, por ejemplo, sus tan alabados conocimientos de tauromaquia. Los españoles entendidos en el tema aseguran que Hemingway no entendía nada ni de corridas de toros ni de toreros. Es posible. Pero eso no lo inhabilitó para escribir, y muy bien, sobre un tema que lo apasionaba. Y en cuanto al reflejo directo de la experiencia, puede citarse un dato que de algún modo desmiente el mito.

Las páginas más bellas que escribió Hemingway sobre la guerra están en el libro Adiós a las armas, y tienen que ver con la descripción del mundo atroz de las trincheras italianas en la primavera de 1918. Más concretamente, con el retiro de un contingente militar en Caporetto. El detalle a considerar es que el escritor no estaba en Caporetto en el momento de los hechos, sino que llegó allí un año después. Varios testigos le contaron las historias que luego él volcó como si hubiera estado presente. Admirablemente, como sucede con los grandes, Hemingway no necesitaba ver, o comprobar, para escribir. La experiencia, en todo caso, era para él un valor agregado, una actitud absolutamente carente de significación estética. El escritor buscaba estilos de vida primitivos y radicalmente diferentes a los habituales, ya sea el toreo en España -reflejado en Muerte en la tarde- o la pesca submarina en Cuba. Fue en esta isla, por lo demás, donde pasó gran parte de los últimos años de su vida; en esos tiempos escribió poco, bebió mucho y sufrió terriblemente a causa de sus dolencias físicas y sus continuas depresiones.

Si en algún lugar Hemingway podría ser definido como «experimentador», en cambio, habría que hablar, una vez más, del espacio literario. Uno de sus grandes descubrimientos en este terreno es haber revalorizado lo no dicho, lo que deliberadamente se oculta en la trama de un relato. Él mismo se encargó de subrayarlo cuando contó que en sus comienzos literarios se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Convertido en un ejemplo de economía narrativa, el autor de El viejo y el mar se sirvió del dato escondido con verdadera maestría. Eso se observa, por caso, en The killers («Los asesinos») uno de sus cuentos más célebres. Allí se omite justamente lo más importante: ¿por qué quieren matar al sueco Ole Andreson los delincuentes que entran en el pequeño restaurante Henry’s? ¿Y por qué este misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene de que hay un par de asesinos listos para aniquilarlo, se niega a huir o a avisar a la policía y se resigna con fatalidad a su suerte? Nunca lo sabremos.

La teoría que se esconde detrás de este recurso fue expuesta por él mismo años después. «Siempre se puede omitir una cosa a condición de saber que se la omite -dijo-. De esta manera el misterio aumenta y la gente presiente que hay algo muy importante que debe averiguar por ella misma».

Más allá del tercer león -Pessoa dixit- el cazador pierde las ganas de seguir. El tedio ganaba rápidamente a Hemingway, impulsándolo siempre a nuevas e infructuosas aventuras. En octubre de 1954 ganó el Nobel de Literatura por El viejo y el mar; después se llevó el Pulitzer por sus crónicas periodísticas y recibió, en los últimos años de su vida, todo tipo de distinciones. El cazador, ya se sabe, no ganaba por el tamaño de su rifle sino por dominar profundamente los secretos del oficio literario. Esta habilidad congénita le permitió superar, en sus primeros años, la increíble pérdida en la estación de Lyon de una valija en la cual estaban todos sus manuscritos inéditos, todos sus cuentos y hasta una novela.

La valija no pudo ser recuperada (sólo se salvaron dos o tres relatos olvidados en un cajón) pero el episodio no acabó con la carrera del escritor. Haciendo de la pérdida una virtud, reconstruyó lo que pudo y volvió a inventar todo lo demás. El éxito de sus novelas, de sus historias cortas y de las adaptaciones cinematográficas de sus obras lo convirtió en un autor venerado en todo el mundo. Fue herido cuando conducía una ambulancia en Italia, en 1918, se involucró con la Guerra Civil Española y se fue a cazar al África auténticos leones. ¿Por qué llegó a matarse un hombre tan vital? Quién sabe. Acaso el suicidio tuvo que ver con la obsesión por el valor y la fuerza, la soledad ante la escuálida timidez de su época o la propia desesperación existencial.

Alguna bala de esas, seguramente, acabó destrozándolo.

Pablo Picasso – La invención del arte
Nació en octubre de 1881 y murió en abril de 1973. Ese genial artista español que se llamó Pablo Picasso hizo sus primeros dibujos ya en su infancia. Después, convertido en pintor, atravesó por dos períodos que fueron identificados como azul y rosa (por los colores que predominaron en sus obras). Realizó esculturas, cuadros cubistas (Las señoritas de Avignon fue el más famoso de esta etapa), obras surrealistas, versiones audaces de Las meninas de Velázquez y su célebre obra-denuncia llamada Guernica (mural). La obra de Picasso resume e integra múltiples corrientes artísticas del pasado, desde los grandes maestros españoles hasta los pintores de fines del siglo XIX, al mismo tiempo que recoge las lecciones de artes no clásicas y no europeas, como el arte negro, la estatuaria ibérica prerromana, las artes primitivas en general. Al morir dejó una herencia fabulosa: veinte mil cuadros, grabados, esculturas, dibujos, ensamblajes y collages. Genio y hombre de su tiempo, Picasso es un hito indiscutible del arte contemporáneo.

Nota biográfica
Hermenegildo Menchi Sábat nació en Montevideo, Uruguay, en 1933. Sus primeros dibujos fueron publicados en una revista universitaria cuando tenía 13 años. Desde 1949 sus obras han sido reproducidas en medios masivos de América del Sur y América del Norte, Europa y Oriente. En 1974 recibió el Gran Premio en la Bienal de Punta del Este (Uruguay).

En 1988, la Universidad de Columbia, New York, le otorgó el premio María Moors Cabot por los dibujos realizados en la Argentina durante la dictadura que oprimió ese país entre 1976 y 1983. En este último año, el Banco Central del Uruguay le otorgó el premio Pedro Figari. Desde 1971 ha publicado libros monográficos ilustrados por él, dedicados a temas vinculados a la música, la literatura, la política y el arte. Dos de ellos fueron realizados en colaboración con los escritores argentinos Julio Cortázar y Alberto Girri. Actualmente Sábat colabora con el diario Clarín, de Buenos Aires, dirige una fundación donde se brindan clases de dibujo y pintura, y muestra -hasta fines de noviembre- una sustancial antología de sus principales trabajos en una galería de Madrid, España.

texto: Luis Gruss
fotos: Martín Sorter
edición: Salvador Gargiulo