Inicio » «Villa del Salto», la primera Compañía Salteña de Navegación
TOURuguay

«Villa del Salto», la primera Compañía Salteña de Navegación

VEREDAS CAMINADAS POR RAMON MÉRICA y otras que vendrán para Diario Uruguay.

¡Cuánto dice una ciudad, construcción humana por excelencia, del alma de sus pobladores! De los de ayer y también de los de hoy. Como así Montevideo muestra esa compleja relación ambivalente de sus habitantes con los muros que los amparan, generalmente vistos pero no mirados y mucho menos, disfrutados. En «Veredas» desentrañamos los encantos, historias y misterios que atesora cada ciudad de nuestro Uruguay, a través de referencias a arquitectos, historiadores, artistas y de visitas a jardines, iglesias, palacios, domicilios…

Primitivo cementerio de Salto. Al fondo la línea fortificada de 1845. Este lugar hoy se ubica entre las calles 19 de Abril, Grito de Asencio, Dr. Soca y Agraciada.Dibujo que recrea la calle Uruguay entre Sarandí y Lavalleja, costado Sur. Las casas son: Panadería de Castell, tienda de Silvestre Lacaze, comercio de Bernardo González, tienda de Publio Sañudo, ranchos de doña Tránsito Lezcano y tienda de Francisco Ferrer.

 

En 1903, se publicaba en Salto un «Anuario Salteño» con la colaboración de prestigiosos escritores; uno de ellos: Julián O. Miranda escribe una semblanza sobre Salto donde expresa el valor de esta tierra.

 

«…cuatro comerciantes salteños, reunidos en una noche de verano, bajo los frondosos paraísos de la plaza «Treinta y Tres», fundaban la primera «Compañía Salteña de Navegación», suscribiendo en el acto todo el capital necesario para la empresa…»

 

«Cuando el turbulento charrúa, desde los negros promontorios de la costa océanica, escrudiñaba el lejano horizonte, y, al divisar las naves españolas, pulía sus flechas entre los arenales, para teñirlas en la sangre del valeroso conquistador, los guenoas, solitarios habitantes de la margen oriental del Uruguay, vagaban por las regiones del Norte, o se detenían frente a los arrecifes que convierten en sonora cascada las aguas del caudaloso río, y allí, desde las altas barrancas, podían ver cómo se deslizaba el veteado surubí, o lucía al sol el brillo tornosolado de sus escamas el sabroso dorado, exquisitos manjares para los moradores aborígenes de aquella comarca, que alternaban las peligrosas aventuras de la lucha guerrera con la pacífica ocupación de la pesca, en las corrientes fluviales del territorio que ocupaban.

Don José Joaquín de Viana, primer gobernador español de la Banda Oriental, al marchar en 1756 contra los indios de las Misiones, durante la injusta guerra guaranítica, ahuyentó de las costas uruguayas a sus primitivos habitantes, los guenoas que buscaron nuevos hogares en las orillas del Yaguarón y en las márgenes de la laguna Miní; y echó los cimientos de un fortín en el mismo sitio en que hoy se levanta la populosa y floreciente ciudad del Salto, fuerte que permaneció durante muchas décadas como único centinela avanzado de los españoles en el desierto camino de las Misiones Orientales.

En 1817, después de Catalán – la Queronea de nuestras libertades, como se le ha llamado – que dejó abierta la frontera del Cuareim al enemigo invasor, establecieron los portugueses un campamento en el abandonado baluarte castellano, campamento que dió origen a la población que desde entonces se fijó frente al Salto Chico, límite de la navegación fluvial del bajo Uruguay y que da nombre a la bella ciudad ribereña.

La aldea fué creciendo con el andar del tiempo, y bastará para dar una idea de su progreso este hecho rigurosamente histórico, que demuestra lo que era ya el Salto al promediar el siglo recién terminado.

En el año 1860, mientras nuestras cámaras legislativas discutían el entonces magno proyecto de un ferrocarril a la Unión, y los capitalistas europeos exigían nada menos que el privilegio exclusivo de la navegación en el Uruguay, como condición precisa e indiscutible para establecer uno o más vapores que hicieran la carrera hasta el litoral, – cuatro comerciantes salteños, reunidos al acaso, en una noche de verano, bajo los frondosos paraísos de la plaza «Treinta y Tres», fundaban la primera «Compañía Salteña de Navegación», suscribiendo en el acto todo el capital necesario para la empresa; y, poco tiempo después, el «Villa del Salto», enarbolando en su mástil la bandera nacional, batía con sus paletas los verdes camalotes que descienden por las corrientes turbias del Guazú, y su estridente silbato despertaba a los pueblos que se alzan en las orillas del Uruguay.

Actualmente la villa del Salto, convertida en populosa ciudad de casi 20. 000 habitantes, es la segunda capital de la República. A su puerto llegan, día a día, lujosos vapores cargados de pasajeros y mercaderías. Dos líneas ferroviarias la ponen en rápida comunicación con Montevideo, Santa Rosa y San Eugenio. Por la noche, la luz eléctrica ilumina la ciudad. Un tranvía recorre sus principales calles, cuidadosamente adoquinadas; y hermosos edificios y lujosas casas de comercio la hermosean.

Pero lo que más llama la atención del viajero que llega por primera vez al Salto, no son sus progresos materiales así exteriorizados; ni su «Casino Uruguayo», que reúne periódicamente a la distinguida sociedad salteña y en que lucen el tesoro de su hermosura sus elegantes damas, y se revela la exquisita cultura de sus hijos; ni su ilustrada prensa; ni el Ateneo, centro donde se desarrolla la intelectualidad salteña, ni el Instituto Politécnico, donde recibieron esmerada educación muchos ciudadanos que hoy honran al país en la prensa, en las carreras liberales y en el Parlamento. No. Lo que deleita, lo que atrae, lo que alegra, son sus flores».

El Salto fue fundado después de la época del coloniaje y tomó su nombre de los dos saltos de agua: el Salto Chico a 3 kilómetros al Norte, y el Salto Grande a 25 próximamente en la misma dirección.