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TOURuguay

El comerciante Francisco Piria

TOURuruguay de DIARIO URUGUAY. Los 130 años del Balneario Piriápolis.
Fotos de la colección de Pablo reborido.

El nuevo matrimonio pasa a vivir en una casa situada en la calle Treinta y Tres, entre Cerrito y Piedras, y allí, el 21 de agosto de 1847 llega al mundo el cuarto de los cinco hijos que tendría el matrimonio. Lo bautizan Francisco.

 

NACE UN COMERCIANTE

Al aproximarse el siglo XIX a su mitad, Montevideo estaba lejos de parecerse a la convencional y cansina aldea de grabado antiguo que acostumbramos imaginar. Eran los años del Sitio Grande.

Esos años, que corren de 1843 a 1851, fueron únicos. Una exaltación desmesurada transformó a esa lejana ciudad del sur americano en la luz de occidente y la elevó casi al plano de leyenda.

Al menos en la lírica versión romántica que nos llega a través de obras como “Montevideo la nueva Troya.”, de Alejandro Dumas (h), esta ciudad era la avanzada de la civilización frente a la barbarie americana, representada por las tropas de Oribe, acampado en el Cerrito frente a 12.000 hombres, y la sombra amenazante de Don Juan Manuel De Rosas. La vieja San Felipe y Santiago estaba sitiada por los cuatro costados. Su única vía abierta era el Río de la Plata, por el cual le llegaba la ayuda militar y económica de Francia e Inglaterra.

Era, además, una ciudad cosmopolita como ha habido pocas en la historia moderna, donde se codeaban “españoles, brasileños, italianos, franceses, ingleses, portugueses, hamburgueses, suecos, prusianos y a veces rusos”, al decir de un viajero de la época. Tan cosmopolita era que llegó a tener más habitantes extranjeros que autóctonos. En efecto: de 31.000 habitantes que tenía la ciudad al iniciarse el Sitio, sólo 11.000 eran orientales…

Otro viajero, un joven emigrado argentino, llamado Domingo Faustino Sarmiento, dejó escrito, refiriéndose al mismo tema: “Todos los idiomas viven, todos los trajes se perpetúan haciendo buena alianza la roja boina vasca con el chiripá. Descendiendo a las extremidades de la población, escuchando a los chicuelos que juegan en las calles, se oyen idiomas extraños, a veces el vascuence que es el antiguo fenicio, a veces el dialecto genovés que no es el italiano…”

Y más adelante Sarmiento agrega: “Cubren la bahía sinnúmero de bejeles extranjeros; navegan las aguas del Plata los genoveses como patrones y tripulación de cabotaje; sin ellos no existiría el buque que ellos han creado, marinan y cargan. Hacen el servicio de changadores robustos vascos y gallegos; las boticas y droguerías tienen a los italianos; franceses son por la mayor parte los comerciantes al detalle. París ha mandado sus representantes en modistas, tapiceros, doradores y peluqueros; ingleses dominan en el comercio de consignación yalmacenes; alemanes, ingleses y franceses en las artes manuales; los italianos cultivan la tierra bajo el fuego de las baterías, fuera de las murallas, en una zona de huertas surcadas todo el día por las balas de ambos ejércitos…”

Entre los tantos genoveses mencionados por Sarmiento, a quienes tentó la peculiar situación montevideana, se encontraba un joven marino llamado Lorenzo Piria, quien solía llegar a nuestras aguas comandando la fragata “Francisco José” – al igual que antes lo había hecho su padre, quien a partir de 1810 comenzó a surcar las rutas hasta estas costas en una nave llamada “La Concepción”.

 

El periplo italiano de Francisco Piria – que prácticamente abarcó toda su infancia- , se desarrollÓ en su totalidad junto a la milicia ignaciana. Bajo la tutoría de su tío clérigo, y con los auspicios del hermano de éste

En uno de esos viajes, en medio del fragor de la guerra, Lorenzo decide radicarse en esa ciudad acorralada pero estimulante. Poco tiempo después, piensa que la mejor manera de echar raíces en nuestro suelo es formar una familia, y contrae enlace con Serafina Grosso, también italiana como él. El nuevo matrimonio pasa a vivir en una casa situada en la calle Treinta y Tres, entre Cerrito y Piedras, y allí, el 21 de agosto de 1847 llega al mundo el cuarto de los cinco hijos que tendría el matrimonio. Lo bautizan Francisco. Ni sus padres ni nadie podían prever que aquel marco bélico y cosmopolita de la sociedad en que nació le preanunciaba a Francisco Piria una vida nada común.

El mando de la fragata “Francisco José” había sido delegado a Ricardo Piria, hermano de Lorenzo, pero este último, genovés al fin, no pudo con su vocación aventurera y, casi un año después del nacimiento de Francisco, vuelve al mar, a su viejo barco, a surcar un océano Atlántico que por ese entonces era peligroso y excitante. Y ese océano Atlántico fue su tumba y la de su barco. En uno de los viajes, en 1850, en un lugar impreciso, naufragó la “Francisco José”, perdiéndose su muerte en el misterio del oleaje.

La muerte de su padre fue decisiva en la vida de Francisco Piria, quien, de no haber ocurrido aquel hecho, seguramente hubiera seguido la tradición familiar, convirtiéndose también en navegante. Pero el destino tenía otros planes para él, planes más amplios. Aquella desgracia dejó en muy mala situación a Serafina. Sin esposo, en una ciudad sitiada, con cinco hijos que alimentar y educar… y pocos recursos. Es entonces que decide enviar a Francisco a Italia, para ser cuidado y educado por un hermano de su padre, sacerdote
jesuita.


Así fue como aquel niño recorrió el camino que tantas veces habían hecho su padre y su abuelo, desandando el camino hacia el ancestro.

Cerca de Génova existía una pequeña aldea de gente de mar llamada Dianomarino –que hoy es un suburbio más de la gran ciudad, pero que entonces tenía el arcaísmo y el clima propios de lo meridional -, y en ese ambiente de mujeres de negro que esperan siempre, desde hace siglos, de hombres musculosos que diariamente se baten con el mar para lograr el pan de cada día, se formó, en años decisivos como son los infantiles, quien iba luego a tener una influencia tan fundamental en la sociedad uruguaya de entre siglos.

Aquellos años pasados entre los muros del antiguo monasterio que ahora ocupaba el colegio de la Compañía de Jesús fueron años de forja. Bajo la tutela del tío, el niño se formó en ciencias y humanidades, con la mejor cultura de la época. Además recibió la disciplina de la voluntad y el carácter que peculiariza a esa orden fundada por San Ignacio de Layola como una milicia a la vez mundana y metafísica, combinando dialéctica y retórica, latín y literatura, lógica y ciencia, con curiosos ejercicios espirituales que en la actualidad muchos comparan con las técnicas hindúes de meditación, sin dejar de lado ciertas disciplinas más antiguas y herméticas.

No debemos descartar en absoluto que la marca que dejaron las huestes del “Papa Negro” –como suelen llamar aún en el presente al superior de la orden jesuítica- en el futuro hombre de acción fue inmensa.
He allí, quizá, el secreto de su fuerza, su tesón, su empecinado sortear la adversidad hasta las metas más utópicas. He allí el origen de su vocación emprendedora y visionaria como pocas. Pero hubo algo más, y definitorio para Piria en aquellos años de aprendizaje. Si bien en aquella época estaban produciéndose en el mundo hechos importantes y revolucionarios, en algunos lugares, tal vez en la mayoría, se vivía aún en un puritanismo, desde el principio hasta el fin: orden.

Contra ese destino y contra ese ambiente estaba el temperamento y las ambiciones de aquel joven monje jesuita. Y muy bien supo transmitirlo a su sobrino. Fue así que, además de toda la cultura y el conocimiento recibido, se le permitió a Francisco cierta libertad, se le indujo a desear cosas lejanas, se cultivó su fantasía, se le hizo amigo de los libros. Se le permitió, en suma, lo que entonces era una excepción, lo que casi ninguna escuela hubiera podido permitirlo: desarrollar su propia personalidad.

El periplo italiano de Francisco Piria – que prácticamente abarcó toda su infancia- , se desarrolló en su totalidad junto a la milicia ignaciana. Bajo la tutoría de su tío clérigo, y con los auspicios del hermano de éste, el químico descubridor de las piritas de hierro, a las que dio su nombre, el futuro visionario, como ya dijimos, recibió la mejor y más completa formación que su época y circunstancias podían darle.

Tuvo oportunidad de viajar a Roma y Nápoles, empapándose de belleza al contemplar las ruinas del viejo imperio de los césares. Es posible que allí, frente al Arco de Tito, entre los vestigios del Foro, pudo comenzar a soñar su propio imperio, diferente del que le sugerían esos despojos, pero poderoso y admirable.

El tiempo en que todo esto sucedía, era en Europa pleno de acontecimientos y personalidades. Francia, luego de las aventuras revolucionarias, debía marchar a paso firme bajo la dictadura de Luís Napoleón. Inglaterra surcaba los mares y establecía en todo el orbe sus emisarios bajo el maternal reinado de Victoria Eugenia. Estados Unidos estaba muy lejos aún – guerra de secesión mediante- de aspirar a potencia mundial. En Moscú aparecían los primeros ácratas y nihilistas, que tiraban bombas y tenían la delirante pretensión de derribar el fortísimo imperio de los zares.

La revolución industrial estaba en marcha. Grandes fábricas cambiaban a todo vapor la faz de las ciudades, alimentaban las fortunas y creaban un tipo humano distinto, triste y desolado, atado al engranaje durante doce o quince horas: el proletariado, hueste integrado por hombres, mujeres e inclusive niños.

 


Paralelamente, un alemán barbudo – entre sobresaltos para poder alimentar a su numerosa prole, gastando sus pocas rentas de pequeño burgués- escribía en su oscuro exilio londinense un enorme tratado de economía que titularía “El Capital”. Claro que contaba con el apoyo de algunos amigos de fortuna, entre ellos quien iba a ser con él co-autor de otros libros y folletos no menos famosos.

El París de los “misteriès” de Eugen Sue, el tradicional, que se remontaba al medioevo, daba paso al nuevo, de grandes boulevards, que había proyectado un famoso barón por motivos estéticos, pero también por la necesidad de evitar de esa forma que el revoltoso pueblo de la ciudad pudiera en el futuro levantar barricadas como en 1830 y 1848.

En Nueva York y otras ciudades de Norteamérica eran también niños los Rockefeller, Carnegie y otros “self made man” que en mucho se parecerían a Francisco Piria. Se puede decir que serían sus compañeros de generación… y destino. Y no es extraño que todos ellos, al norte y al sur fueran hijos de un continente nuevo, donde todo se estaba haciendo, sin el agotamiento milenario de Europa y Asia.

Se puede bien afirmar que estos hombres que de la nada llegaron a manejar imperios económicos, eran los pioneros de un nuevo mundo –más vertiginoso y complejo que el conocido hasta el momento- mundo que es el que hoy vivimos en su plenitud.

Y así fueron pasando los años. Un día Génova vio un nuevo buque desplegar sus velas y partir para América, como tantos desde la época del Renacimiento. En la cubierta del mismo iba un joven –casi un niño- pálido y melancólico, bastante desarrollado para su edad. Se le podía confundir con uno de los tantos hijos de familia pudiente de Latinoamérica que volvía a su tierra: pero no, algo especial, penetrante, lúcido y empecinado latía en su mirada, delatando al hombre llamado a la acción, que sabía que le aguardaba un destino duro pero que a pesar de ello iba a llegar.

Tal vez, al entrar una mañana el barco en la rada del puerto de Montevideo, el joven Francisco Piria, acodado en la cubierta, miraría con fijeza esas colinas peladas que rodeaban la ciudad, sin pensar que, algún día, gracias a él, estarían cubiertas por calles y casas.

 

Fuente: FRANCISCO PIRIA El hombre y la obra Por Jorge Floriano