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130 años de Piriápolis y el relato del Profesor Pablo Reborido, contando la rica historia del balneario esteño

TOURuruguay de DIARIO URUGUAY. EXCLUSVIO/Desde Piriápolis/Entrevista/Eduardo Mérica para DIARIO URUGUAY y VOCACION FM.
Fotos de la colección del profesor Pablo Reborido.

En el marco del mes 130º aniversario de la ciudad de Piriápolis DIARIO URUGUAY  tiene previsto celebrarlo mostrando la historia de uno de los balnearios más importantes del mundo. Para dicho homenaje decidimos invitar a uno de los más serios investigadores que ha tenido Piriápolis y Francisco Piria, nos referimos al profesor Pablo Reborido, uno de sus principales estudiosos. Los relatos serán suyos…

Era la noche del 17 de febrero de 1870. Montevideo dormía, reposando de un día de actividad y agobio, de trabajo y calor. Estaba por sonar en los relojes la medianoche, cuando un integrante del Cuerpo de Serenos hizo sonar el silbato de alarma: había fuego en la ciudad. Se multiplicaron los silbatos y unos minutos más tarde, el sacristán de la Iglesia Matriz trepaba las escaleras de la torre y lanzaba al aire las campanas.

En la sosegada noche, la voz del bronce sobresaltó a los montevideanos con su acento solemne, anuncio de grandes acontecimientos y grandes desgracias. A esas horas nada bueno podía anunciarse, y había que imaginar lo peor. ¿Una revolución? ¿Un atentado? ¿Había caído el gobierno? Tomados por la alarma, todos los habitantes de la ciudad se lanzaron presurosos a las calles, y en la clara noche vieron cómo una terrible espiral roja se alzaba al cielo, del lado del murallón, no lejos del Teatro Solís.
El Mercado Viejo estaba ardiendo.
La ciudad no poseía elementos especiales para combatir el fuego. Desde hacía años existía en el Cabildo un “carretel” con una corta manguera. Cuando se la necesitaba, la misma guardia del histórico edificio salía a la calle con ese primitivo y único elemento de extinción.

 

Por eso aquella noche las campanas de la Iglesia Matriz tocaron insistentemente, llamando a la policía, a la guarnición militar y a los civiles para trabajar en la extinción del fuego, que amenazaba devorar todo el Mercado frente a la Plaza Independencia. En medio de la zozobra, mientras corrían los mensajeros y se movilizaba toda la población, el fuego se propagaba a las tiendas, las roperías y los depósitos, casi todos de madera, que componían la parte del mercado donde se inició el fuego.
Nadie en la ciudad se sustraía a las tareas de emergencia, ya fuera tratando de desalojar los locales amenazados, ya haciendo de eslabón humano en las cadenas de baldes. Montevideo vivía momentos angustiosos: si se levantaba brisa del mar las llamas alcanzarían también a los edificios contiguos al mercado.

El agua, de balde en balde, cayó toda la noche sobre la inmensa hoguera. Bastante después de la aurora – con la feliz complicidad de una madrugada serena- se logró vencer al fuego. Nunca pudo saberse qué había originado el siniestro. Tal vez – fue en el momento una hipótesis- un español que moraba en el recinto del mercado, se durmió olvidando apagar un brasero donde había cocido esa noche su cena. Pero el desdichado no pudo aclarar nada de lo sucedido. En la remoción de los escombros se encontró su cadáver, carbonizado y deshecho con el derrumbe.

 

Ardió en la trágica noche un almacén, cuatro depósitos, dos roperías y una gran tienda.
La parte central del Mercado Viejo se salvó del fuego. Pero no sucedió lo mismo con una casa de remates ya muy famosa en la época. Se trataba de un exótico negocio para nuestro medio: una casa de remates en la que liquidaban ventajosamente gran variedad de mercaderías.
Era su propietario un joven que se había destacado por la liberalidad de sus negocios, por la estridencia de su propaganda y por la novedad de vender al mejor postor. Toda la ciudad conocía ese comercio.
El comerciante-rematador, joven de 22 años, perdió aquella noche toda la mercadería, pero no su férrea fuerza de voluntad. Aquello era un desgracia, sin lugar a dudas: ver su propio negocio convertido en escombros hubiera sido un golpe mortal para cualquier comerciante, pero no para él, no para Francisco Piria. Muy pronto se recuperaría, puesto a trabajar con mayor ahínco, y como el mitológico Fénix resurgiría de aquellas cenizas.

El Mercado Viejo era casi un mundo aparte dentro de la aún fortificada Montevideo. – recién en 1877, bajo la dictadura de Latorre, se demolieron sus muros, quedando sólo la entrada principal que se conserva hasta nuestros días- Las instalaciones del Mercado conformaban una especie de colmena humana, de toda edad, nacionalidad y color, repartida en cientos de locales y puestos volantes, además de cantidad de familias que vivían allí.

 

Piria no sólo esperaba la oportunidad, sino que la buscaba, y con ella venían pequeños ingresos. Se ofrecía caballerosamente a llevar las compras a las señoras que no tenían sirvientes,
y era retribuido por ello.

La creación del Mercado data de 1836, pero en algunos sectores, más antiguos aún, el desaseo era algo clásico, y fue en aumento a medida que los locales de esas zonas iban envejeciendo, infiltrándose de humedad las paredes, desvencijándose puertas y ventanas, pudriéndose las cabezas de los tirantes y resquebrajándose los techos. Cierta novela de costumbres capitalinas, publicada en el folletín de un diario, aludía a las legiones de ratas que corriendo en el silencio nocturno del Mercado, “daban la sensación de la marcha tumultuosa de un arroyo fuera de cauce”. De nada servían reglamentos, ordenanzas ni multas, y un domingo del mes de septiembre de 1866, se llegó a carnear públicamente una vaca en la calle Juncal entre Sarandí y Buenos Aires, dándosele a los matarifes medio comino de inspectores, comisarios o policías… Color local, dirían algunos.

Lo cierto es que tantos y tan variados eran los ramos de actividad mercantil representados en aquella populosa feria por patios, corredores y locales, que inventariarlos resultaría muy extensa tarea. Digamos nomás que se recorría toda una escala de la ferretería de Mojana a la imprenta de El Uruguay, de la fotografía de La Libertad hasta la librería de La Maravilla Literaria. Y desde el puesto en que se vendían bolas de pororó hasta el cuarto y último local de la derecha, rumbo a 18 de Julio, donde estaba el popular remate de Piria. Para él todo había comenzado allí, en el Mercado Viejo. Este había sido su primer campo de batalla, y representaba largos años de aprendizaje, de lucha, de preparación para cosas mayores.
Desde que Piria diera sus primeros pasos en el ámbito comercial, hasta la noche en que las llamas arrasaron su tienda-remate, habían transcurrido once años.

Apenas llegado de Italia, Piria, sin dinero, pero con un capital invalorable, fruto de sus años de educación, dio comienzo a una carrera laboral firme y sostenida que habría de seguir sin desmayo hasta su vejez. Ya entonces se había propuesto una consigna en la lucha, basada sólo en dos palabras que formaban la palanca de este nuevo Galileo; palabras que lo guiarán toda su vida, fuese cual fuese la actividad emprendida: “Yo llegaré”. Pero para llegar, en lo que fuera, era necesaria la lucha, y para Piria, lucha era sinónimo de vida. Posteriormente escribiría: “No hay duda de que la vida, en toda su majestuosidad, es
la lucha. Los que no saben luchar, los que no han luchado nunca, no comprenden los placeres
inmensos que el batallar nos proporciona”. Francisco Piria, pues, comenzaba a luchar.


Mirado según los conceptos actuales, Piria era sólo un niño cuando inició sus actividades comerciales, ya que tenía apenas 12 años. Pero en aquellos días se vivía de otra manera, y a los doce años se tenían responsabilidades que hoy corresponderían a un adulto. Era común que a esa edad ya se trabajara. (Es interesante consignar que, casi al mismo tiempo, en la ciudad norteamericana de Detroit, otro “niño” de igual edad que Piria empezaba a abrirse camino en la vida vendiendo diarios y dulces en los trenes. Este novel comerciante también llegaría a ser famoso, pero en áreas ajenas al comercio: se llamaba Thomas Alva Edison.)

Piria, como tantos otros, se puso a trabajar por necesidad, pero no tanto por necesidad económica, – que existía- sino también por algo que estaba más allá que el dinero: por el sentido de independencia, por saber valerse por sus medios, por demostrar a los demás y en especial a sí mismo que él podía llegar. Es posible que aquellos años pasados lejos de su familia, sin el calor del hogar y sin amigos, lo hayan vuelto un poco frío y cínico respecto a algunas cosas, además de hacerlo madurar precozmente. Pero, así es la vida, de haber tenido una infancia “normal” tal vez no habría llegado a lanzarse con tanto ímpetu en sus años adultos. Para él, lo más importante era la obra: ésta estaba por encima de todas las cosas; y la base de la obra era el trabajo. Y fue el trabajo al que amó y le rindió culto.

Puede pensarse que todo lo que le interesaba era el dinero, pero el único móvil de Piria no era el beneficio material. Lo buscaba, desde luego, y lo consiguió; pero había algo más, y no es exagerado pensar que su tremendo impulso brotaba del mismo manantial que empujó a Genghis Khan y a Napoleón Bonaparte. En este aspecto, como hombre de acción, Piria puede ubicarse perfectamente junto a grandes contemporáneos suyos: Rockefeller, Vanderbilt, Carnegie, Du Pont, Morgan y otros magnates de la riqueza. Hombres de empresa y al mismo tiempo hombres de presa, duros conquistadores o mogoles de una nueva época.

Hay que tener presente además, ahora que comienza su vida activa, que Piria actuó siempre en dos planos al mismo tiempo: el externo y el interno. Su frenética actividad exterior fue visible y más que evidente para todo el mundo. En cambio, su actividad interior, nadie, o casi nadie la conoció.
Es que una llama muy especial ardía en su interior, una llama que había sido encendida por su tío, allá en Italia, y que se avivaría más y más a medida que pasaron los años. Aquella llama representaba un conocimiento antiguo, tan antiguo como el hombre mismo, un conocimiento reservado sólo para elegidos. Y él era ahora uno de ellos. La gran obra que perseguiría Piria, pues, no sería sólo externa, sino también interna.

 

Piria podía también decir: “Te valdrá más la sonrisa que la espada para lograr lo que deseas”. A medida que pasan los años, las ideas del joven Piria se vuelven más definidas.

Montevideo, a pesar de haber sido su lugar de nacimiento, le resultaba a Piria una ciudad desconocida. Habiéndola dejado tan temprano era muy poco lo que recordaba de ella y todo le resultaba nuevo. Incluso su madre y sus hermanos eran como extraños para él. De ahí que pasara buena parte del día en la calle, queriendo revivir quizá aquella libertad que había gozado con su tío en Italia. Recorría los embarcaderos y, viendo tantos barcos en la bahía tal vez pensara con tristeza en su padre, sobre todo al oír hablar en italiano a algún marinero, genovés acaso como él.

En busca del bullicio donde se cultivan las oportunidades, el joven Piria recorría a diario el tumulto de gente del Mercado Viejo, con miras a la actividad comercial con la que empezó a conquistar el éxito. Pronto los habitués del Mercado Viejo comenzaron a conocer y apreciar al laborioso y emprendedor muchachito que, a cambio de algunas monedas, siempre estaba dispuesto a prestar ayuda. Desde bien temprano Piria adquiere ese don de la oportunidad, don tan importante que sabría capitalizar a lo largo de su vida. Consciente o no, estaba aplicando aquel viejo refrán español que decía “Más vale llegar a tiempo que madrugar un año”.

Piria no sólo esperaba la oportunidad, sino que la buscaba, y con ella venían pequeños ingresos. Se ofrecía caballerosamente a llevar las compras a las señoras que no tenían sirvientes, y era retribuido por ello. Esperaba la llegada de la diligencia de La Unión – que combinaba con diligencias que venían de Minas y Maldonado- y acompañaba a los pasajeros, llevándoles sus maletas hasta el hotel más cercano, y en esa operación recibía doble propina, la del pasajero y la del hotelero.

Hacía además algunos mandados para los comerciantes y puesteros del Mercado, repartía volantes de propaganda de tal o cual casa, barría veredas o acarreaba cajones. Todo le parecía bien. A veces recibía dinero por sus trabajos, a veces mercadería. Lo que era comestible lo llevaba a su casa; lo que no, lo vendía, y redondeaba así sus modestas ganancias. En su incansable ir y venir era natural que fuera ampliando el círculo de gente conocida y pronto ésta comenzó a confiar en él. Alguien, un día, le dio una bandeja de colgar al cuello y algunas baratijas para que vendiera por su cuenta, cosas de poco valor para empezar. – había que ver si servía como vendedor…-

Lo cierto es que Piria sorprendió a su reciente empleador vendiendo toda la mercadería en menos de una hora. Y aquella noche volvió a su casa no sólo con un empleo fijo –vendedor ambulante -, sino también con una comisión de varios pesos, fruto de sus ventas del día. Para empezar no estaba mal, más cuando le había resultado bastante fácil vender todo aquellos entre sus múltiples conocidos. Había empezado a vivir del esfuerzo propio, y se emancipa así de toda tutela familiar. Esa tutela que ata y limita a los jóvenes de gran voluntad y porvenir, y beneficia a los descuidados y poco orientados de sí mismos.

La carrera económica comienza con pasos lentos y peldaños bien medidos. Refuerza su sueldo con pequeñas especulaciones. Su prosperidad no es todavía, ni mucho menos, vertiginosa. El coloso está dándose a sí mismo una lección de tenacidad y paciencia. Sin embargo, pronto, después de haberse convencido de su capacidad para reunir algunos salarios, planteó su primera reivindicación de independencia económica. Prefiere acumular y administrar sus propias ganancias, y aunque su empleador rezonga por la actitud, no deja en el fondo de reconocer personalidad en ello. Cuando, reuniendo sus jornales, consigue el monto de una pequeña suma, comienza a pensar en un negocio propio. Estima que no es un procedimiento práctico trabajar sabiendo exactamente la remuneración por cada hora, y que hay que obtener rendimiento del dinero que se ha logrado reunir.

Más nótese bien que desde muy joven Francisco Piria no piensa en guardarse las ganancias acumuladas, ni en que se enmohezcan y destilen el cuentagotas de su interés en una Caja de Ahorros. Por el contrario, piensa en hacer algo que haga mover el capital continuamente. Recién en la madurez pensaría en lujos, castillos y palacios. Pero para ello había que cimentar firmemente su fortuna, vivir por y para el trabajo, sabiendo interiormente que la recompensa llegaría en su momento.

 

Piria entendía por completo el arte de la publicidad, no simplemente en lo referente a la letra impresa, que siempre utilizó con liberalidad y a la que debió muchos éxitos, sino al hecho de inclinar a su favor todas las circunstancias posibles.

 

Es así que sigue en las ventas por iniciativa propia, como vendedor ambulante, con mercadería que se renueva y amplía de continuo. Su capital crece y su seguridad en sí mismo también. Aquel lema suyo, “Yo llegaré”, estaba convirtiéndose en hechos concretos. Algunos días Piria dejaba el Mercado Viejo para ir a otro lugar importante, no tan cercano pero que le proporcionaba buenas ventas: la Plaza de Frutos. Esta, cuya denominación oficial era “Sarandí”, se hallaba ubicada en la Aguada, donde se levanta hoy el Palacio
Legislativo. Allí llegaban, provenientes de los más remotos puntos del interior del país, las carretas, grandes como casas, con sus toldos de paja o de cuero peludo, tiradas por cuatro o cinco yuntas de bueyes, repletas de lanas, de corambres varios, de cerda y otros productos de la zafra.

Los viajes duraban semanas enteras al paso lerdo de los animales, y las filas movedizas de los toldos dibujaban un gusano largísimo, estridente, avanzando por la extensión del campo que era todo camino.
En las estancias se aprovechaba la venida de las carretas para bajar a la capital, trayendo a la familia, a un muchacho al que había que dejar en la escuela o un enfermo grave que necesitaba ver médico. De regreso, las carretas transportaban con destino a las pulperías y demás comercios del interior, la mercadería que llegaba a Montevideo en los barcos de ultramar: vajillas, piezas de tela, alambre, bebidas, guitarras, medicinas para boticas, ponchos, calzados, aperos y otros artículos necesarios en la campaña.

Al igual que el Mercado Viejo, la Plaza de Frutos – o de las carretas-, era una especie de feria permanente por la animación del polifacético conjunto, diferente cada día, que la llenaba desde el clarear de la aurora. Y tanto para Piria como para otros comerciantes menores, aquel lugar era un señuelo de prosperidad y un atractivo dispensador de ganancias. Desde temprano en la mañana hasta bien pasado el mediodía, Piria recorría los lugares habituales de reunión de los carreteros y peones -posadas, fondas, despachos de bebidas, billares, boliches- ofreciendo su mercadería vistosa y variada.

La mayoría eran hombres de campo, rudos y generalmente incultos, el polo opuesto de su clientela enteramente familiar del Mercado Viejo. A veces no resultaba fácil hacer negocio con aquellos hombres, pero él no se desanimaba, seguía adelante, y persistía hasta lograr sus fines. Piria estaba haciendo su aprendizaje. Al poco tiempo adquiriría la práctica necesaria para presentar sus argumentos en la forma más agradable y convincente posible. Aprendería a conocer y a tratar los diferentes caracteres para vencer su instintiva desconfianza. Conocería las objeciones y la mejor manera de refutarlas. Pero, sobre todo, comprendería, de una vez y para siempre, el valor inestimable de la simpatía, esa prenda tan necesaria para la tarea de vender, prenda que abate todos los muros en todos los órdenes. Y al igual que Shakespeare,

Piria podía también decir: “Te valdrá más la sonrisa que la espada para lograr lo que deseas”. A medida que pasan los años, las ideas del joven Piria se vuelven más definidas. No sólo quiere ser libre, sino también poderoso. No acepta la medianía, ni se contenta con ser un empleado subalterno, un humilde comerciante o un propietario de poca importancia, y quiere emprender grandes negocios.

Si desea la riqueza, no es para disfrutar de ella pacíficamente en la vejez, después de trabajar durante la juventud, sino para intentar empresas más considerables con los grandes capitales que hubiera reunido.
El dinero es para él, más que elemento de goce, instrumento de trabajo, una especie de palanca; no es un fin sino un medio. El ardimiento que emplea para conseguir este fin resulta, así, ennoblecido, y es diez veces más poderoso. No hay tarea demasiado penosa, ni trabajo demasiado rudo para un hombre a

quien animan tales sentimientos; y ninguna consideración le detiene en sus empresas, cuando ve al final de ellas la esperanza del triunfo. No teme los grandes riesgos porque ha empezado solo su fortuna, y la ruina no es para él más que la vuelta a la situación que ya conoció y de la cual supo salir. En cuanto a las dificultades, siempre espera vencerlas, y hasta son para él una especie de juego. Entre la rápida pendiente y el camino sinuoso que conduce al apogeo de la fortuna, elige la primera, porque es más corta, y con pies y manos se agarra a todas las asperezas, a riesgo de romperse los huesos, si esta gimnasia le permite llegar más pronto. De semejante hombre no basta decir que lucha por la vida, hace más: la expone, para alcanzar el objetivo que se propuso.
*
Una vez que, luego de un trabajo firme y disciplinado, sus ventas y operaciones callejeras le redondearon utilidades efectivas, Piria dio un paso más en su camino hacia la fortuna. Ya era tiempo de establecerse en algún lugar, tener una base de operaciones fija y, al mismo tiempo, ampliar de alguna forma su negocio.
Si su precoz carrera comercial había comenzado en el Mercado Viejo, allí debía seguir, pero ya no en sus calles sino en uno de sus locales.

Por espacio de algunas semanas Piria desapareció por completo de escena, dejando el negocio a cargo de uno de sus hermanos: éste se convirtió en ese ínterin no sólo en su empleado, sino también en su espía. Piria quería saber qué efecto causaba su ausencia en sus clientes, comprobar si aquellos eran consecuentes o no con él.

La respuesta no se hizo esperar, y no pudo ser menos agradable: todo el mundo estaba preguntando por Francisco. Su hermano había recibido orden de decir que él se encontraba en cama, enfermo –pero no de cuidado- y, lo más importante, que bajo ninguna circunstancia diera fiado o hiciera rebajas. Sin embargo, las ventas se mantuvieron al mismo nivel, y hasta subieron un poco. Esto satisfizo mucho a Piria: aquello lo convenció de que contaba con clientes más fieles de lo que pensaba, algo ideal para sus nuevos planes.
Piria volvió a su puesto de trabajo más animoso que nunca y, en apariencia, las cosas siguieron como antes. Pero todo había empezado a cambiar.

 

Se ha dicho que los dependientes de Piria apenas duraban una semana, y que “si se formase una estadística de los que en Montevideo padecen de la laringe, seguramente que figurarían en crecida proporción los que llevaban el martillo en la tienda del arco del Mercado Viejo”.

Si bien no había estado enfermo como creían sus clientes, tampoco utilizó su ausencia para no hacer nada y quedarse de brazos cruzados. Él no estaba cansado del negocio, y por el contrario estaba organizando en la mente y en los hechos mayores emprendimientos. Algo lo tentaba desde hacía cierto tiempo, y ahora se había decidido a llevarlo a cabo. Buena parte del dinero que había ahorrado durante varios años se transformó en la más insólita variedad de artículos imaginable. Recorrió todas las casas importadoras y de venta al mayoreo que encontró y, por medio de señas, dejó reservada gran cantidad de mercadería. Luego concretó el alquiler de un local del Mercado Viejo, al otro extremo de donde entonces tenía su puesto. No era uno de los mejores, pero al menos era espacioso y tenía grandes vidrieras. Por último se dirigió a un impresor y a un pintor de carteles, personas esenciales para lo que se proponía hacer. Por el momento el presupuesto hizo que los diarios quedaran afuera, pero ya llegaría a ellos.

Todo estaba pronto para dar el gran paso, un paso largamente meditado y en el cual se jugaba el todo por el todo: dejar la calle y abrir una casa de remates. Pero no se conformaba con que fuera una casa más. Tenía que ser la mejor casa de remates de la ciudad.

“La Exposición Universal” había nacido. Piria tenía entonces 17 años.
Si bien las casas de remates no eran una novedad –la primera había aparecido en Montevideo en 1814-, sí lo fue la forma de encarar el asunto. Piria le dio al negocio un carácter espectacular y atrevido. Lo convirtió poco menos que en un carnaval, lo cual atrajo gente como moscas a la miel. Y es a partir de este momento donde Piria demuestra que además de un hábil comerciante, había en él un agudo y sutil publicista. Porque si hubo algo que cimentó su rotundo éxito en los negocios, además de sus varias y valiosas cualidades
personales, esto fue su clara y audaz visión publicitaria, sin duda una de las más grandes que haya tenido este país.

Si, como suele decirse, cada hombre tiene su estrella, la estrella de Piria era un signo de admiración. A pesar de su juventud, Piria entendía por completo el arte de la publicidad, no simplemente en lo referente a la letra impresa, que siempre utilizó con liberalidad y a la que debió muchos éxitos, sino al hecho de inclinar a su favor todas las circunstancias posibles. Tenía la monomanía de hacer de su “Exposición Universal” la maravilla y el tema de conversación de toda la ciudad, lo que logró ampliamente, al igual que lo haría con sus futuros remates de tierras.

Sus signos de admiración no sólo acentuaban lo que él quería acentuar, sino que también hipnotizaban a sus lectores, obligándolos a someterse gracias a la persistente reiteración. Cuando un anuncio aparece por primera vez –pensaba acertadamente Piria-, el hombre no lo ve. La segunda vez lo advierte. La tercera lo lee. La cuarta piensa en él. La quinta habla de ello con su esposa. Y la sexta o séptima vez está dispuesto a comprar lo que se le ofrece.Tal pensamiento es algo muy común en estos días de poderosas agencias de publicidad y medios masivos de comunicación, pero en aquellos tiempos constituía toda una novedad que Piria bien supo explotar al máximo de sus posibilidades. Sobre todo, y desde luego, Piria utilizaba a la prensa. Llenaba columnas enteras en los periódicos cantando las maravillas de su establecimiento. Los comerciantes anticuados abrían los ojos asombrados ante un hombre que podía gastarse cientos de pesos para anunciar su negocio. Les parecía una locura. Pero para Piria aquel no era dinero gastado, sino invertido, ya que sus anuncios traían público, y éste representaba ventas, y por lo tanto el dinero “gastado” en publicidad volvía multiplicado a sus bolsillos.
Su publicidad empezó con la tienda en sí.

Un día era un local gris y vulgar, y a la mañana siguiente se había transformado como por arte de magia en un arco iris emocionante, un caleidoscopio de color y curiosidades. Estaba casi totalmente cubierto de carteles y cartelones pintados con colores estridentes, en los que Piria propagandeaba las bondades de su negocio y mercadería. Nada lo arredraba, y con frecuencia se le vía aparecer a la puerta del local, sobre una
tarima, voceando en forma atractiva sus novedades. Hubo incluso quienes le vieron discutir con los clientes en la vereda para convencerlos. Ponía en la aldea montevideana, de costumbre tan formal y circunspecta, un toque pintoresco e insólito, hasta escandaloso para algunos, pero que a la postre redundaba en beneficio y éxito para el negocio.

La “Exposición Universal” funcionaba desde las primeras horas de la mañana hasta las diez de la noche, hubiese o no concurrentes, con sol o lluvia, con calor o frío, oyéndose siempre el continuo pregonar del vendedor, cuya voz se enronquecía a medida que avanzaba el día, y que al llegar la noche se hacía de todo punto incomprensible.

 

entraba en juego la habilidad de Piria para ofrecer los artículos que él juzgaba convenientes para la clase de público que lo rodeaba. Si las camisas y calzoncillos no encontraban acogida, salían a relucir los sacos y pantalones; si se presentaba un paisano, ponía en venta, como quien no quiere la cosa, un par de bombachas

Se ha dicho que los dependientes de Piria apenas duraban una semana, y que “si se formase una estadística de los que en Montevideo padecen de la laringe, seguramente que figurarían en crecida proporción los que llevaban el martillo en la tienda del arco del Mercado Viejo”. Había momentos del mes en que entraba poca gente, a veces nadie, y eran de verse los esfuerzos que hacía el martillero para atraer clientes.

“-¡Vamos a ver, señores! –repetía con énfasis- ¡cinco reales! Cinco reales… ¿No hay quien de más? Fíjense que esto es tirado a la calle… ¡Cinco reales! ¡Cinco reales!” – Y al mismo tiempo que con la mano derecha repicaba con el martillo sobre el mostrador, cada vez que ante la puerta pasaba un transeúnte, mostraba con la izquierda en alto un calzoncillo o una camisa cuya bondad ponderaba inútilmente, pues ni los bancos ni las sillas, únicos concurrentes, se dejaban convencer por la elocuencia del orador. Pero no por eso Piria se echaba atrás.

Cuando el público no acudía de suyo, él buscaba el medio de atraerlo. Alquilaba llamadores, cuatro o cinco individuos de esos que haraganeaban en los bancos de las plazas, los cuales servían de gancho para hacer entrar los paseantes desocupados, que a su vez iban formando un núcleo que poco a poco aumentaba hasta que la concurrencia llenaba el local. Entonces aquí entraba en juego la habilidad de Piria para ofrecer los artículos que él juzgaba convenientes para la clase de público que lo rodeaba. Si las camisas y calzoncillos no encontraban acogida, salían a relucir los sacos y pantalones; si se presentaba un paisano, ponía en venta, como quien no quiere la cosa, un par de bombachas; y cuando creía distinguir a algún parroquiano acomodado, sacaba a la luz sus alhajas, cuyo mérito pregonaba con toda honradez, porque en medio de todo, Piria era incapaz de engañar a nadie.

“-¡Vamos a ver, señores! ¡Un anillo con brillantes falsos! ¡Garantidos falsos! ¡Aquí no hay engaño!” –Y sin esperar postura, marcaba ya de antemano el precio: “¡Un peso, señores, un peso por este magnífico anillo! ¿No hay quién de más? ¡Aprovechen la pichincha de ocasión!”

Y mientras seguía la cháchara interminable, circulaba la prenda de mano en mano, hasta que alguno se tentaba y ofrecía un real más, y caía el martillo, y reaparecía otro anillo y otro, mientras la demanda de anillos no aflojaba. Casi a gritos, gesticulando para convencer a todos de la baratura, accionando con ademanes trágicos como si realmente fuese a consumar un sacrificio.

Luego iban apareciendo, para “ser quemados por lo que den”, los artículos que figuraban en el catálogo entregado por Piria, artículos que ascendían a más de 200, entre los que figuraban relojes, sombreros, cigarros, gemelos, medias, géneros, colchas, muebles, candelabros, camisetas, paños, enaguas, vestidos, cubiertos, paraguas, acordeones, tijeras, y un largo etc. Mientras tanto aparecían en los principales periódicos de la capital sus llamativos avisos, cuyos ingeniosos textos, claro está, eran acompañados de un derroche de signos de admiración. Veamos algunos ejemplos:

 

¡¡¡ASOMBRO DEL MUNDO!!!
¡Acuda el pueblo en masa! ¡Ojo especuladores!
¡No pierdan el tiempo! ¡No es farsa!
¡Acudan a la realidad! ¡Se vende
por la mitad de precio!
GRAN LIQUIDACIÓN DE LA “EXPOSICIÓN UNIVERSAL”.

 

 

Fuente: FRANCISCO PIRIA
El hombre y la obra
Por
Jorge Floriano