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¡Pare! Para leer el Informe 2021/22 de Amnistía Internacional

Confesamos que como nunca y con mucha ansiedad esperamos la salida del Informe 2021/22 de Amnistía Internacional, para saber todo sobre la situación de los derechos humanos en el mundo:
¿Cómo vivió la gente las luchas de poder que marcaron 2021? ¿Se respetaron más los derechos en un contexto mundial marcado por el “todo vale” a la hora de obtener beneficios, privilegios y prestigio? ¿Gozaron de mayor reconocimiento, respeto y protección quienes eran titulares de derechos con el telón de fondo de la pandemia de COVID-19 y el recrudecimiento de los conflictos? Lo cierto es que oímos repetir hasta la saciedad aquello de “vamos a reconstruir mejor”, que terminó convirtiéndose en el mantra de 2021.

También nos regalaron los oídos con promesas que sonaban muy bien: un “reajuste global” de la economía, una “agenda común global” que pusiera coto a los abusos de las empresas, una recuperación verde y sostenible, una solidaridad global transformadora… Pero al final se demostró que los mantras se quedaron en palabras huecas y que las promesas podían incumplirse, con lo que un número mayor de seres humanos terminó por ver sus derechos pisoteados con mayor frecuencia y en más lugares.

Aunque tenían más opciones, los gobiernos escogieron políticas y vías de actuación que aún nos alejaron más de la dignidad y los derechos. Más que reducirse sistemáticamente, las desigualdades sistémicas derivadas de la pandemia se reforzaron aún más. Los flujos transfronterizos de suministros y servicios médicos que habrían permitido ampliar el acceso a los cuidados no se materializaron. La cooperación entre gobiernos necesaria para evitar mayores desastres y mitigar las crisis de derechos humanos rara vez se hizo realidad.

 

Mientras la ciudadanía de los países ricos recibía dosis de refuerzo, en el Sur global seguían esperando su primera dosis millones de personas, incluidas las más expuestas a sufrir enfermedad grave o muerte. En septiembre, Amnistía Internacional halló que los países desarrollados tenían almacenados 500 millones de dosis excedentes, suficientes para vacunar por completo a la población de varios de los países menos vacunados del mundo.

 

Hace un año, cuando redactaba mi primer prefacio para el informe anual de Amnistía, tenía la ferviente esperanza de que naciones y pueblos continuarían avanzando en 2021 por la senda de una recuperación justa de la pandemia.

Tras lograr unos avances científicos a una velocidad sin precedentes, alcanzar el fin de la pandemia se antojaba posible. Entonces, ¿qué es lo que falló?

Los dirigentes mundiales, en lugar de proporcionarnos una gobernanza global genuina y significativa, se atrincheraron en sus respectivos intereses nacionales. En lugar de ofrecer mayor seguridad a más personas, nos empujaron hacia el abismo de la inseguridad y, en algunos casos, hasta la guerra. En lugar de acabar con las prácticas y estrategias que nos dividen, lanzaron a nuestros países a una competición autodestructiva por la riqueza y los recursos. Y al conflicto. En lugar de hacer valer el principio universal de la igualdad, el racismo caló aún más en el funcionamiento del sistema internacional, determinando incluso quién tenía derecho a la vida y quién no, y sumando así un capítulo más al funesto relato sobre las vidas que importan y las que no.

El año 2021 debería haber sido un año de cura y recuperación. En cambio, se convirtió en el vivero de una desigualdad más profunda y una mayor inestabilidad. Y no sólo en 2021 y de cara a 2022; también para lo que quedaba de década.

 

En 2021 se sentaron las bases de una mayor aceptación de ideologías y políticas racistas que obligaban a millones de personas a luchar por la supervivencia. Lo vimos cuando los productores de vacunas se negaron rotundamente a compartir sus conocimientos y tecnologías con los países de ingresos bajos, impidiendo con ello el aumento de la producción necesario para cerrar la brecha que separaba unos países de otros

 

La predictibilidad de las terribles olas de contagio, enfermedad y muerte por COVID-19 fue desesperante en 2021 y resultaba angustioso pensar que podrían haberse evitado. Mientras los gobiernos de los Estados ricos se felicitaban por sus campañas de vacunación, su nacionalismo vacunal había dejado sin dosis —o permitido sólo una vacunación parcial— a más de la mitad de la población mundial al finalizar el año. Los bajos índices de inmunización permitieron la aparición de nuevas variantes que pusieron a toda la población en riesgo de ver aparecer mutaciones de virus resistentes alas vacunas y además alargaron la pandemia. Mientras la ciudadanía de los países ricos recibía dosis de refuerzo, en el Sur global seguían esperando su primera dosis millones de personas, incluidas las más expuestas a sufrir enfermedad grave o muerte. En septiembre, Amnistía Internacional halló que los países desarrollados tenían almacenados 500 millones de dosis excedentes, suficientes para vacunar por completo a la población de varios de los países menos vacunados del mundo. La destrucción de dosis excedentes que se había permitido que caducaran hablaba muy mal de un mundo sin brújula moral, de un mundo sin rumbo. Mientras inversores y altos cargos de empresas obtenían pingües beneficios, a quienes necesitaban desesperadamente vacunarse se les decía que debían esperar. Y morir.

 

 

 

 

En plena pandemia de COVID-19 se fraguaron nuevos conflictos y se enconaron otros no resueltos. En Afganistán, Burkina Faso, Etiopía, Israel/ Palestina, Libia, Myanmar y Yemen, por ejemplo, los conflictos causaron violaciones generalizadas del derecho internacional humanitario y del derecho internacional de los derechos humanos. En muy pocos casos se dio la respuesta internacional necesaria, y muy pocas veces se hizo justicia o se rindieron cuentas. Antes al contrario, los conflictos se extendieron en 2021 y sus efectos se agravaron al prolongarse en el tiempo. Aumentaron el número y la diversidad de las partes enfrentadas. Se abrieron nuevos escenarios de conflicto. Se probaron armas nuevas. Se causaron más muertes y heridas. El valor de la vida se achicó.

No hubo un lugar donde el declive del orden mundial se hiciera más patente que en Afganistán; allí, tras la retirada de todas las tropas internacionales, el colapso del gobierno y la toma del poder por los talibanes, mujeres y hombres afganos que habían luchado en primera línea por los derechos humanos y los valores democráticos fueron abandonados a su suerte.

 

las ONG presentaron demandas estratégicas innovadoras y acciones penales contra multinacionales como Nike, Patagonia y C&A por su complicidad en el trabajo forzoso documentado en la región china de Xinjiang.

 

Mientras tanto, el fracaso mundial a la hora de ofrecer una respuesta global a la pandemia creó un caldo de cultivo para mayores conflictos e injusticias.

La pobreza creciente, la inseguridad alimentaria y la instrumentalización de la pandemia por los gobiernos a fin de reprimir la disidencia y las protestas quedaron firmemente arraigadas en 2021, favorecidas por el nacionalismo delas vacunas y la codicia de los países más ricos.

Este retroceso también se hizo patente en la conferencia sobre el cambio climático (COP26). Marcados por una mirada cortoplacista y truncados por el egoísmo, los quince días que duraron las negociaciones terminaron con una traición: la de los gobiernos hacia sus poblaciones, al no llegar a un acuerdo para prevenir el catastrófico calentamiento global. Con ello, condenaron agrandes sectores de la humanidad a un futuro de escasez de agua, olas de calor, inundaciones y hambruna. Los mismos gobiernos que rechazaban migrantes en sus fronteras obligaban a millones a huir de sus hogares en busca de seguridad y mejores condiciones de vida. Países que ya estaban con el agua al cuello debido a unos niveles de deuda insostenibles se quedaron sin la financiación suficiente para tomar las medidas indispensables con que hacer frente a un cambio climático de consecuencias funestas.

 

En 2021, la sociedad civil y el periodismo se ocuparon también de las grandes empresas tecnológicas. El Proyecto Pegasus —una gran iniciativa de colaboración entre personal experto en derechos humanos y periodistas de investigación— puso al descubierto la vigilancia estatal de personas que criticaban al gobierno o defendían los derechos humanos

 

En 2021 se sentaron las bases de una mayor aceptación de ideologías y políticas racistas que obligaban a millones de personas a luchar por la supervivencia. Lo vimos cuando los productores de vacunas se negaron rotundamente a compartir sus conocimientos y tecnologías con los países de ingresos bajos, impidiendo con ello el aumento de la producción necesario para cerrar la brecha que separaba unos países de otros. Y volvimos a verlo en la negativa de muchos gobiernos de países ricos a apoyar iniciativas globales como la propuesta de exención de determinadas obligaciones del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), que habría permitido incrementar la producción de vacunas. También se puso de manifiesto en las políticas gubernamentales que manejaban el “peligro de muerte” como elemento disuasorio que resultaba aceptable ante un volumen de personas refugiadas, migrantes, internamente desplazadas y solicitantes de asilo sin precedentes; estas políticas llegaron incluso a criminalizar a quienes intentaban salvarles la vida. Se hizo patente una y otra vez en el auge de un discurso político que demonizaba a las minorías, lanzando ideas arbitrarias sobre las libertades — incluida la “libertad de odiar”— en una competición tóxica contra los derechos y las normas universales que nos hemos dado para protegernos del racismo y el sexismo. Y también quedó claro con la clausura de servicios esenciales de salud sexual y reproductiva, que tuvo consecuencias demoledoras en particular para las mujeres y las niñas.

 

Debemos unirnos para construir un movimiento más tangible, exigente e insistente en favor de la solidaridad global. De persona a persona y con todas las demás. Si nuestros dirigentes no nos conducen hacia los derechos, los derechos deben conducirnos hacia nuestros congéneres.

 

Ahora bien, si quienes ejercían el poder en 2021 no demostraron la ambición e imaginación necesarias para hacer frente a los peores enemigos de la humanidad, no puede decirse lo mismo de las personas a las que debían representar: gente de todo el mundo alzó su voz no sólo para defender sus propios derechos, sino también en solidaridad con los de todas las personas. Reclamaron mejores instituciones, leyes justas y una sociedad más equitativa. El Comité Nobel reconoció valientes ejemplos de esa dedicación y visión al conceder el premio Nobel de la paz 2021 a dos periodistas —Maria Ressa, de Filipinas, y Dmitry Muratov, de Rusia— en reconocimiento a su valiente labor frente a unas autoridades corruptas y las restricciones de la prensa en sus respectivos países.

En todo el mundo hubo personas que alzaron su voz enfrentándose a una represión cruel y a gobiernos que utilizaban la pandemia como cortina de humo para negar el derecho a la protesta. Al menos 67 países aprobaron nuevas leyes en 2021 que restringían el derecho a la libertad de expresión, asociación o reunión.

 

 

 

 

Sin embargo, eso no disuadió a las personas de hacer oír su voz. En más de 80 países, la gente se echó a la calle para engrosar manifestaciones multitudinarias. En Rusia hubo concentraciones en apoyo del líder opositor Aleksei Navalny a pesar del sinnúmero de detenciones arbitrarias y procesamientos masivos. En India se sucedieron las manifestaciones de agricultores contra tres polémicas leyes agrícolas hasta que, en diciembre, el gobierno federal reconoció la sabiduría del poder popular y las derogó. Entre otros muchos países, en 2021 la gente siguió alzando la voz en Colombia, Líbano, Myanmar, Sudán, Tailandia o Venezuela.

 

En noviembre, un tribunal de Estados Unidos permitió que siguiera adelante el pleito que WhatsApp tenía abierto contra el Grupo NSO, la empresa creadora del programa espía Pegasus, lo que supuso un punto de inflexión en materia de revelación de información durante un procedimiento.

 

Profesionales del derecho, intelectuales, ONG, víctimas y sus familiares pidieron sin descanso en todo el mundo justicia frente a las violaciones de derechos humanos, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad que se habían cometido. Hubo varias sentencias históricas. En febrero, dos valientes niños vietnamitas, con el apoyo de una profesora de derecho radicada en Londres, ganaron su causa contra la criminalización de las víctimas de tráfico de seres humanos en Reino Unido ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En junio, Alieu Kosiah, exjefe militar de un grupo rebelde en Liberia, fue declarado culpable de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad y condenado a 20 años de prisión en Suiza. Por su parte, las ONG presentaron demandas estratégicas innovadoras y acciones penales contra multinacionales como Nike, Patagonia y C&A por su complicidad en el trabajo forzoso documentado en la región china de Xinjiang.

En 2021, la sociedad civil y el periodismo se ocuparon también de las grandes empresas tecnológicas. El Proyecto Pegasus —una gran iniciativa de colaboración entre personal experto en derechos humanos y periodistas de investigación— puso al descubierto la vigilancia estatal de personas que criticaban al gobierno o defendían los derechos humanos, arrojando luz sobre las tácticas subrepticias empleadas para reprimir la disidencia. En noviembre, un tribunal de Estados Unidos permitió que siguiera adelante el pleito que WhatsApp tenía abierto contra el Grupo NSO, la empresa creadora del programa espía Pegasus, lo que supuso un punto de inflexión en materia de revelación de información durante un procedimiento. También en 2021 se impusieron las mayores multas hasta la fecha a empresas líderes de tecnología, entre ellas Amazon (multada con 746 millones de euros), WhatsApp (225 millones) y Grindr (6,34 millones) por incumplimiento de la legislación sobre privacidad y protección de datos.

 

En febrero, dos valientes niños vietnamitas, con el apoyo de una profesora de derecho radicada en Londres, ganaron su causa contra la criminalización de las víctimas de tráfico de seres humanos en Reino Unido ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

 

Y hubo ONG que, con el respaldo de gente corriente, impulsaron avances muy positivos en normas y mecanismos internacionales. Varias organizaciones de la sociedad civil, entre ellas Amnistía Internacional, captaron con éxito apoyos ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU para ver reconocido el derecho a disfrutar de un entorno limpio, saludable y sostenible, así como la creación de una relatoría especial sobre los derechos humanos y el cambio climático y otra sobre la situación de los derechos humanos en Afganistán.

Si los gobiernos no se empeñan en reconstruir mejor —y parecen decididos a hacerlo mal— apenas nos quedan opciones. Tenemos que someter a escrutinio cada decisión y combatir cualquier intento de acallar nuestras voces. Pero también debemos dar un paso adelante y acercarnos los unos a los otros. Debemos unirnos para construir un movimiento más tangible, exigente e insistente en favor de la solidaridad global. De persona a persona y con todas las demás. Si nuestros dirigentes no nos conducen hacia los derechos, los derechos deben conducirnos hacia nuestros congéneres.

Por eso debemos organizar, apoyar y hacer posible un movimiento global en favor de la justicia. Sabemos que, en última instancia, nuestros futuros y destinos están entrelazados y son interdependientes, como lo son la especie humana y el planeta. Lo sabemos. Ahora toca llevarlo a la práctica. Tenemos que hacernos cargo. Ocuparnos de los derechos humanos y exigir colectivamente una gobernanza global en favor de nuestros derechos, sin excluir a nadie y por el interés superior de todas las personas. Así que unámonos para que así sea.

Agnès Callamard
Secretaria general de Amnistía Internacional