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Antonio Pippo Cultura

Un ejemplo, la educación

EL PENSADOR Por Antonio Pippo

 

Usted lo sabe, lector. He insistido hasta el hartazgo en que el país llegó a una situación de tales características que no habrá futuro sostenible, y por tanto progreso y desarrollo, sin firmes políticas de Estado –es decir, esas que las propone el gobierno de turno pero que aceptan los demás actores políticos- en ciertas áreas esenciales de la sociedad nacional.

Un ejemplo, la educación.

Cualquiera sabe, hasta el menos iluminado, que no existen políticas de Estado que den resultados inmediatos. Dicho de otro modo, y para que la idea quede clara, que den rédito a quienes han asumido el poder para ejercerlo durante los cinco años de su mandato.

¡Qué cinco años!

Resolver la cuestión de la educación, desde la ternura ingenua que despierta la pre escolaridad hasta el duro cerno del pensamiento decimonónico entronizado en el nivel terciario, que ha causado y lo seguirá haciendo, batallas dialécticas sin épica alguna, implicará más de una generación. Digamos, en términos aproximados, alrededor de treinta años o más.

Por tanto, construir una política de Estado lo primero que exige, como una condición indispensable, es grandeza: sin dudas y al frente de esta corriente sanadora, del gobierno de turno, claro, pero también de la oposición que sea, por la sencilla pero dramática y tenaz razón de que ni uno ni la otra, con seguridad a lo largo de unos cuantos períodos, podrá adjudicarse los porotos de una mano de truco y ganar la partida porque dio la “falta envido” con treinta y siete.

¿Acaso cree, mi amigo, que estoy exagerando?

Veamos un mero repaso de lo fundamental que habría que hacer, de acuerdo a mi modesta opinión que –como siempre aclaro- puede no ser compartible.

Reformar el gobierno de esa entelequia llamada educación.

Esto va desde decidir qué tipo de ciudadano es el que queremos formar, o, dicho más precisamente, qué tipo de persona para un país dirigido a determinada dirección a fin de insertarse mejor productivamente en el mundo actual e incentivar los ingresos con más equidad, menos gastos superfluos, menos deudas que se vuelven impagables y más estabilidad, ya medida en décadas.

Lo antedicho supone modificaciones clave, dando prioridad, sí, a la coparticipación docente pero sin omitir que el tan bastardeado concepto de “autonomía” no debe impedir que la autoridad sea vertical y esté en manos de los más preparados. A fin de mejor comprensión de las dificultades, lector, sólo piense en las funciones del hoy ausente sin aviso Ministerio de Educación y Cultura, en la incidencia de los sindicatos y, como ejemplo impar de cuán dañosa puede ser la referida “autonomía”, en la Universidad de la República.

Luego está la tristemente famosa formación docente, que hoy hace agua sin remedio; el primer paso debe determinar, eso está claro, el tipo de docentes que, a todos los niveles, necesitamos ya, pronto, así como el tipo de programas de enseñanza y su forma evolutiva de aplicación apropiados al presente y no tontamente enamorados de un estilo que corresponde al siglo XIX.

Por supuesto, quedan otras tareas, múltiples tareas, a encarar. Pero tengo la impresión de que, con lo tirado encima de la mesa de reflexión hasta ahora, a usted, lector, le basta y le sobra para incorporar a su análisis racional, lógico, el significado de una “política de Estado”. ¡Sólo una!

Ya no hay sitio para aquel doctor don Francisco, que Camilo Cela hizo famoso en “La colmena” y del quien algunos decían: -Es un sabio, un verdadero sabio, un médico con mucho ojo y mucha práctica.

Hasta que al consultorio se acercó un hombre de edad avanzada y, se le notaba en el porte, amplia experiencia.

Y les pinchó el globo: -No sólo con fe se cura. La fe sin obras es fe muerta, una fe que no sirve para nada.
Siempre pensé, releyendo estos párrafos, que ese hombre era la realidad.