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Cultura

El escritor, editor y crítico literario, Luis Chitarroni deja plasmado en «Pasado mañana», una invitación a repensar la literatura

Escritor, editor y crítico literario, Luis Chitarroni deja plasmado en «Pasado mañana» un itinerario compuesto por análisis, reseñas, artículos, prólogos y ensayos que escribió a lo largo de casi treinta años y constituyen una invitación a repensar la literatura de la mano de uno de los más lúcidos lectores argentinos para establecer vínculos entre autores, obras y contextos con elocuencia e ironía.

Los textos de «Pasado mañana. Diagramas, críticas, imposturas» no están fechados pero están organizados a partir de núcleos temáticos que permiten abordar el libro, editado por la Universidad Diego Portales (UDP), con títulos como «El testigo oculista», «Obituarios y fruiciones» o «Mecánica impopular» que ofician como guías de lectura.

Chitarroni (Buenos Aires, 1958) cuenta, en diálogo con Télam, el reencuentro con sus propios textos para esta edición en la que queda asentada su aversión a la idea de texto definitivo, su admiración por Walter Benjamin como «figura ejemplar» de la crítica y los abordajes que fue estableciendo, en distintas etapas de su vida, de obras, autores y colegas.

El autor de las novelas «El carapálida» y «Peripecias del no: Diario de una novela inconclusa» y de los ensayos «Mil tazas de té» y «Ejercicio de la incertidumbre» responde con humor y agudeza sobre su reciente libro que puede leerse como un documento central para pensar la literatura.

-Télam: ¿Cómo fue la propuesta del libro y cómo fue el trabajo con Ignacio Echeverría que estuvo a cargo de la edición?
-Luis Chitarroni: Hacer un libro de recopilación de los trabajos críticos que habían quedado fuera de «Mil tazas de té» y «Ejercicio de incertidumbre» fue una idea de Matías Rivas, editor de UDP, con las características de generosidad, con la buena lectura de los autores argentinos que lo caracterizan desde hace años. Conocí a Matías, por una cuestión laboral, cuando él era muy joven, y me encargó que le llevara a Santiago «Memorias de un provinciano», de Carlos Mastronardi. Y él pensó en mí hace ya mucho tiempo, y en Ignacio Echevarría como editor de «Pasado mañana», título que comenzó siendo una especie de comodín. De eso me enteré después, a causa del retardo en la entrega del material. Me servía de coartada. A mí, como editor desplazado, me convenía la abnegación de Ignacio, porque yo tenía un trabajo a medias, con grupos de artículos de distintos tamaños y títulos, no sé si adecuados del todo. Ignacio es muy capaz de darle a eso la apariencia de un libro. Y lo hizo. Yo le dije, con ese sentido de la profecía abstrusa que nos asiste cuando nos desbocamos, que tratara el material como «póstumo», sin duda con dos pensiones de ventaja: que él se ocupara de todo, y me dejara escribir otras cosas, y que me consiguiera una fama internacional como la de Bolaño, de quien él había sido durante años, editor del material póstumo posta. Fui castigado casi de inmediato por esta impronta de soberbia, y a fines del 2018, después del preoperatorio de una intervención menor, un cardiólogo me dijo: «Usted tuvo un infarto». Traté de darle a esa información verbal no solicitada el carácter de una pregunta y la contesté como tal: «No». Entonces él se abstuvo de adaptar su comprobación. «Sí, usted tuvo un infarto blanco o silente. No lo advirtió porque no se había realizado estos estudios antes». Yo solo había sentido, en el curso del año anterior, fortísimos dolores de espalda y perdido, por descuido bucal, creía, algunos dientes.

-T: ¿Podemos decir que compartís en este trabajo tus distintas etapas como lector?
-L.CH.: Sin duda era mi primera intención, y a la que Ignacio después supo darle mejor forma. Yo trataba de mitigar así mi tentación de anarquía absoluta, que obstruyó un libro anterior.

-T: En uno de los primeros textos «El estilo en la historia» decís que «contar lo que ocurrió es una de las experiencias que exigen menos narcisismo y más imaginación», ¿qué hay de esa premisa a la hora de escribir ficción?
-L.CH.: La misma desolada evidencia. Pasar por alto los juegos y devaneos a que nos acostumbra «cierta facilidad» que se toma, en las evaluaciones primarias, como garantía de redacción. Hay dos estilos que parecen trampearse mutuamente: uno es guiño, aviso, sobreentendido; el otro, una invencible convicción de «objetividad». Hay que moverse entre esas sombras enemigas. Como decía Girri, «con horror y con calma». La narrativa de los últimos años se ha privado de ciertos servicios secretos de la literatura de siempre.

-T: Cuando hablás de Bradbury (en un texto escrito luego de su muerte) recordás que fue una lectura clave en tu adolescencia y señalás que la nostalgia y la melancolía le impidieron dedicarse a la ciencia ficción. ¿Por qué advertís que sus crónicas de futuro parecen diarios de un obseso del pasado?
-L.CH.: Creo que, si nos hubieran preguntado en el momento en que escribimos nuestras primeras cosas a Alan (Pauls) y a mí, ambos habríamos hablado de Bradbury. Los años nos obligan a grandes retrospecciones, y este, a causa de un curso que estaba dando en el Malba, releí a Bradbury. En efecto, tiene muy poco de ciencia ficción y muchísimo de melancolía, hasta en los títulos. Acaso los ambientes pueden remitirnos a un devastado Marte o a un parque jurásico presentido, anterior al de (Michael) Crichton. Ahí termina la cacareada historia de «anticipación». Releí un cuento de él, «Las maquinarias de la alegría» («The machineries of Joy») donde se habla de una teoría sincrónica de la alegría, presuntamente extraída de Blake. De acuerdo con ella, una voluntad demiúrgica organiza los fenómenos y eventos, pone en acción los engranajes, para que de vez en cuando tengamos un efecto de felicidad inexpresable para cualquier religión, una especie de júbilo incalculable, de éxtasis errante. Voy a intentar justificar este atisbo de visión recopilando fragmentos narrativos o poéticos de otros, que detallen algunas instancias y circunstancias de esa operación.

-T: Los textos en los que el eje son los autores argentinos están agrupados bajo el título «Sistema métrico desigual», ¿cómo definirías ese mapa de autores conformado por Bioy Casares, Viñas, Pauls, Guebel, Fogwil, Aira, Chejfec?
-L.CH.: Un sistema métrico desigual, sí. Argentina tiene esa condición o esa desventaja fatal, contar y elogiar en distintas medidas. Cada escritor, cada caso, obliga a revisar las características, y se da cuenta uno así de que las calidades oscilan y los modos de criticarlas carecen de osciloscopios adecuados. Viñas y Chejfec, por ejemplo, o Juani Saer, a quien decidí soslayar, porque parecía contar con un acompañamiento crítico justo y adecuado.

-T: La cita de Borges sobre el idioma argentino como adivinado dialoga con el título del libro y por otro lado en el prólogo confesás tu aversión a la idea de «texto definitivo», ¿cómo te interesa pensar la relectura de tus propios textos?
-L.CH: Me encantaría decir que no pienso en eso. Se irán asentando, sospecharán vanidosamente su condición de fundamentos, se desvanecerán en el aire. Lamentablemente, no tendré, como tuvieron los grandes grandes, Henry James, Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, la oportunidad de alentar siquiera una aproximación «a lo definitivo». Muy bien, en ese caso espero que adquieran esa debilidad suprema, inestable, digna de quienes hemos sido sorprendidos -¿era Montaigne el que decía eso?- haciendo las tareas diarias de jardinería.

 

Fuente: Télam

Chitarroni: «La literatura, como todo aquello que envenena y arrebata, debe velar sus armas a solas»

Actual editor de La Bestia Equilátera, un sello que condensa en su catálogo rescates de narrativa extranjera, Luis Chitarroni se desempeñó antes como editor en Sudamericana junto al célebre Enrique Pezzoni y sobre esa tarea también dialogó en la entrevista con Télam en la que además analiza el circuito actual de publicaciones editoriales.

-T: Recientemente participaste como jurado de los premios Medifé Filba y resultó ganadora «El último falcón», la novela de Juan Pablo Pisano que había sido editada por una editorial de Rosario y era de los nombres menos conocidos en ese listado final. ¿Cómo ves el circuito de publicación en la Argentina del último tiempo para los nuevos autores?
-L.CH: En su primer libro, «La hamacas voladoras», en la solapa, Miguel Briante decía que estaba escribiendo un libro sobre Ray Bradbury. «Crónicas marcianas» se publicó en Minotauro con prólogo de Borges. Esos datos se desajustan con el deslizamiento del gusto y las modas, como en todas partes del mundo. Pero se acrecienta en la Argentina porque, como bien decía Piglia, el gran problema para quienes escriben es el reconocimiento. ¿Significan algo, redundan en beneficio de prestigio, aparte de un elogio inicial en las contratapas, el Premio Medifé o el Premio Nacional? Una recompensa efímera, un poco de plata. Los «rescates» importan menos, en momentos en que cualquier desliz fuera del canon accidental parece uno. No rescaté a Hayes ni a Arno Schmidt ni a Vonnegut, y cada uno de ellos rasguñó la superficie cultural un rato, a duras penas. La mayoría de los mejores libros que editamos parecieron no ser advertidos: Bazlen, Renard, Holroyd, Davis… Voy a tratar de escapar de este murmullo de descontento agravado hoy por el cansancio y espolvoreado de amargura. Ya no se habla más de «campo cultural», ¿no? El «escenario» actual parece el más adecuado para la narrativa argentina…¡actual! De acuerdo con mi experiencia docente, los lectores y aprendices de escritores de hoy leen mucho más que antes a sus coterráneos/contemporáneos. ¡Enhorabuena! Eso, aparte del talento, explica el éxito de María Gainza, Samanta Schweblin, Mariana Enriquez, Guillermo Martínez, Fernández Díaz.

Además del fenómeno, reciente también para el mercado argentino, del éxito de los agentes literarios y de las traducciones, que los ponen en movimiento No era así hace doce o quince años, cuando yo trabajaba en una editorial «grande». Esta «contemporaneidad» acarrea algo adverso, cierto alejamiento de los «clásicos», que no excluye a los románticos, ¡como si armar una tradición fuera cosa de todos los días! Quedan en manos de «los especialistas». Alguien dice que jamás lee a los escritores que se traducen de inmediato, porque suelen ser los más chatos y alejados de la lengua. Claro que hoy un comentario de esa índole suena a bizantinismo, palabra «despectiva» que ya no sé si se usa como antes, como «cultura de mandarines», elitista y remilgada.

-T: En el texto sobre Cioran citás un fragmento de «Cuadernos»: «Ninguna persona clarividente debería tomar la pluma… a menos que le gustara torturarse». ¿Cómo fue para vos ese vínculo con la escritura y cómo se modificó a partir de empezar a editar textos de otros?
-L.CH: Un ejercicio de aproximación y alejamiento de lo que yo mismo escribo. El oficio que permitió que me ganara la vida. Trabajar sin obtener grandes beneficios, diría que ni siquiera pequeños. La ilusión, resultado de mi megalomanía, de que una cantidad de predilecciones y caprichos es una «poética». La literatura, como todo aquello que envenena y arrebata, debe velar sus armas a solas. «The only cure for loneliness is solitude», decía Marianne Moore. Quejarme, torturar a los próximos cercanos y a mí mismo.

-T: Sostenés que cada autor es víctima inhabitable -irremplazable- de su época y en «Literatura y acontecimiento» decís que «somos víctimas del tiempo -cronófobos- y víctimas de la época por añadidura». ¿Es la literatura una forma de asumir, de rendirse ante la época que vivimos o es al revés y es la posibilidad de pensar que la podemos atravesar?
-L.CH: Tengo una primera respuesta digna de Groucho Marx: en ese sentido, soy absolutamente optimista, aunque sin resultados visibles que no sean, a su vez, absolutamente decepcionantes.