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Antonio Pippo Cultura

El colapso, según Antonio Pippo

Desde Montevideo Antonio Pippo para Diario Uruguay
Una de las consecuencias a las que menos se alude en este momento de la pandemia es esa suerte de mal humor del cuerpo social, un estrés agudo, actitudes destempladas, enojo y hasta rabia, que se manifiesta en la cotidianidad aunque muchos se empeñen en negarlo y este diagnóstico sea –eso tampoco se puede negar- una generalización que admite excepciones.
Por primera vez, desde fuentes oficiales, se supo que durante los últimos meses ha aumentado exponencialmente el consumo de psicofármacos, obvio que sobre todo ansiolíticos y depresores, consecuente con el crecimiento de las consultas a psicólogos, psiquiatras y otros profesionales con conocimientos sobre los por qué de ciertos comportamientos humanos.
El plan de vacunación es, más allá de la buena voluntad de los responsables, una ruleta loca.

Es interesante seguir la trayectoria que ha tenido ese mal humor social, tomando en cuenta que se inició muy poco después de haber despertado todos a una realidad nueva, desconocida, cuando avanzó el cansancio, como también la irresponsabilidad por causa de todo tipo de visiones contradictorias y crecientes acerca del porvenir, reacciones provocadas por el globo de restricciones sanitarias, económicas y sociales que nos explotó encima hace ya más de un año.

Cuando pareció despejarse el panorama, al menos parcialmente, por la confianza en que el camino hacia la salida comenzaba con un rápido y eficaz programa de vacunación, hubo una especie de aflojamiento del estrés social y, tímidamente pero sin cejar en la búsqueda, apareció la esperanza. Una esperanza que se afianzó porque a esa altura de los hechos, cuando las cifras peligrosas de la pandemia crecían y crecían, el sistema sanitario seguía de pie, aún distante de un eventual colapso, y la estabilidad del esfuerzo general del Estado se exhibía sólido.

Pero el programa de vacunación, aunque lo sigan negando los responsables sanitarios y políticos, se convirtió de pronto –lo digo así porque tras un inicio muy positivo aparecieron dificultades inesperadas- en un trabalenguas.

Y hubo un colapso.

Colapsó el sistema informático que, manejado por especialistas de primer nivel, regulaba el programa.

No hay mejor modo de explicarlo que dando ejemplos, porque, como era inevitable, hoy cada quien habla según le ha ido en la feria. No negaré que se ha vacunado a muchas personas, que hoy respiran con satisfacción y viven el sueño de acercarse más rápido de lo que pensaban a su pasado, o sea a la vida que llevaban hasta hace un año.

Pero también conozco casos –y eso quiere decir que es información objetiva, que parte de gente muy cercana- que erizan la piel.

Hay personas de los grupos de riesgo prioritario, que estaban a la cabeza del plan de vacunación, que siguen esperando; hay personas que, preocupadas por la demora, se han borrado de la agenda inicial y, aprovechando que tienen un amigo del cuñado de su primo, se han vuelto a anotar y, viviendo en Montevideo, ya lograron vacunarse en San José, localidades de Canelones, Florida y otros sitios del interior; y hay personas de una franja que llamo “la del misterio”, porque nadie ha dicho una palabra de por qué se creó, la que va de los setenta a los setenta y nueve años, que siguen “colgados del pincel” al menos un mes, pese a entrar en la agenda el primer día, que ven cómo otras que integran el mismo grupo y se anotaron más tarde, ya recibieron la primera dosis.

El plan de vacunación es, más allá de la buena voluntad de los responsables, una ruleta loca.

Escuché a Nicolás Jodal, responsable entre los especialistas que respaldan al gobierno precisamente del sistema informático, en un reportaje radial. No conozco a Jodal pero sé de su capacidad, reconocida internacionalmente, así como de su honorabilidad y honestidad intelectual. Pero en esa entrevista lo suyo fue una retahíla de retórica vacía, con demasiadas frases hechas, al margen de haber reconocido que surgió un problema y se está trabajando para resolverlo a la brevedad, sin que provoque inconvenientes al programa de vacunación. Y agrego: Aníbal Steffen, colega y amigo, hombre que lleva sobre sus espaldas décadas de trabajo en la comunicación, vinculado al sector wilsonista del Partido Nacional y editor responsable del semanario “La Democracia”, por relación personal habló directamente con Jodal, quien le dijo más o menos lo mismo y le prometió una respuesta inmediata a las interrogantes planteadas.

Hasta donde sé, Steffen todavía está esperando.

A ver: el doctor Cohen, integrante del GACH, declaró días pasados que en unos seis meses Uruguay tendrá a disposición el doble de vacunas que necesita. De más está explicar que se trata de uno de los científicos más respetados aquí y en el exterior; al parecer no midió las consecuencias que en la gente común pueden tener sus palabras, aunque, por supuesto, su intención haya sido la más constructiva.

Pasa que desde hace semanas no hay información precisa. Es muy bueno que pueda gritarse a los cuatro vientos que Uruguay haya vacunado ya a tantos miles de personas; es malo que se ignore, a nivel del cuerpo social, cuándo se sale del colapso informático y se cumple como es debido con las agendas, sin ciudadanos corriendo a hablar con éste o con aquél para conseguir el pinchazo aparentemente salvador en cualquier sitio del país, aunque estén anotados en otro; es malo que quien se anota primero advierta cómo otros de su mismo grupo, que lo hicieron después, le sacan ventaja; es malo que no se sepa cuántas vacunas hay realmente disponibles en este momento, ni a qué laboratorio pertenecen.

Tan malo como que todo este despelote haya revitalizado el mal humor, el estrés y la ira de muchos en la sociedad, alimentando la desconfianza, la falta de responsabilidad y agrietando más las limitadas relaciones entre unos y otros.

Creo que alguien con responsabilidad real tiene que enfrentar esto con transparencia, no negarlo ni tratar de disminuir su impacto, para que las cosas –si es posible- retornen a su cauce que, de todos modos, sigue siendo de preocupación.

No sea que terminemos “argentinizándonos”.