Inicio » El día que Ramón Mérica se le ocurrió conocer a Quino
Destacada PLAN 2030 Reportajes

El día que Ramón Mérica se le ocurrió conocer a Quino

HECHALAMERICA POR RAMÓN MÉRICA en Diario Uruguay

Mafalda, la pequeña niña de clase media trabajadora y fanática a muerte de The Beatles, y creada originalmente para promocionar una marca de electrodomésticos que al final nunca salió al mercado, se terminó convirtiendo en una de las historietas más importantes y reconocidas del país junto a otros pesos pesados como Patoruzú de Dante Quinteros y El Eternauta de la dupla Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López. Las aventuras del personaje y su grupo de amiguitos del barrio creados por Joaquín Salvador Lavado -Quino- siguen siendo reconocidas en varios países del mundo, donde sus aventuras se siguen reeditando cada tanto. Hoy nos despertamos con la noticia de que el padre de la célebre niña preguntona, el dibujante argentino Joaquín Salvador Lavado, más conocido como Quino, ha fallecido a los 88 años en su Mendoza natal. Por suerte, la fama de Quino está para siempre en el libro «Agonistas y Protagonistas» de Ramón Mérica, que hoy recordamos…

Nunca he sido entusiasta consumidor de historietas, ni aún en la infancia. A la edad en que generalmente los chicos esperaban -y creo que todavía, aunque con menos fuerza, esperan- la entrega semanal de sus revistas preferidas, yo apenas tenía un ídolo dibujado que no me obligaba a siete forzosos días de impaciencia sino a la diaria cuota de ilusionismo que proporcionaba desde una remota ubicación en El País de todas las mañanas: Mandrake. Aún hoy – ¿será por estrictas razones de nostalgia? – cuando casi no lo leo ni lo veo, cada vez que me topo con una de sus tiras es irresistible la provocación a seguirlo, la real imaginación que me atrapa en cada uno de sus pasos: me sobrecoge, además, el old fashioned look del pelo engominado, de las solapas impecables, de la mirada mitad suficiente mitad mágica, y ese eterno romance con Narda, la mujer más soignée que haya procreado nunca la historia de las tiras, un amorío tan eterno y vivificante como nunca podrán conocer los seres humanos. Lujos de la ficción, claro.

Pero un buen día -descubro en un diario de Buenos Aires una nenita con moña y cara de empacada que nace de los trazos trémulos e inseguros (un mal dibujo, diría) de un tal Quino a quien nunca antes había oído mencionar. Ese primer encuentro bastó: a pesar de las rengueras de dibujo, a pesar de la precariedad de los elementos que conformaban el mundo del personaje, reconocí en esa nena, todavía no sé por qué, un prototipo de una forma de ser contemporánea, una manera de ver -y padecer- el mundo desde las humildes ventanitas de las tiras cómicas. Pero, sobre todo, descubrí un comportamiento que el tiempo se encargaría de ir preñando de sobreentendidos, lujo infrecuente en el mundo de los comics si se omite el estilete del norteamericano Schulz. Desde entonces -creo que sería por 1967- conocí un vicio más: el de los trabajos y los días de Mafalda, vicio que conservo y alimento cada vez con mayor fruición, porque lo impresionante de esa creación es la inquebrantable capacidad de provocar asombro, la maestría de Joaquín Lavado (Quino) para suministrar diariamente un estocazo donde la reflexión se disfraza de gozoso ingenio.

Es natural que otro buen día se me ocurriera conocer al padre de la criatura; es decir: a la criatura misma, y enfrentarla al grabador para indagar de dónde surge ese aluvión de inteligencia falsamente inocente, esa carga de lucidez, esa maestría para plantear en cuatro frases (y a veces sin frases) y otros tantos dibujos -ahora perfeccionados hasta la exasperación, impecables, sujetos al mismo rigor de la tira- toda una situación o un comportamiento que en cualquier disciplina literaria, desde el cuento; a la novela, insumiría páginas y páginas.

Y la ocasión se dio sin mayores trámites: una llamada telefónica, una cita en Buenos Aires, una dirección emanada desde una cansina voz de dejo provinciano, una voz en la que estaban implícitas la amabilidad y la sencillez, dos virtudes que suelen esgrimir los talentosos de verdad, como lo comprobé en nuestro encuentro, como lo he comprobado a lo largo del tiempo en mi trato con monstruos más o menos sacralizados.

Para mí es tal la realidad de Mafalda -y digo Mafalda porque no me entrego en similar compromiso mental con los otros personajes a pesar de su rigurosa construcción psicológica- que desde que colgué el tubo arreglando fecha y sitio para la entrevista no pude separarme de la idea de que tendría que encontrarme con Ella, hablar con Ella, discutir con Ella, interrogarla a Ella y no al discreto señor que la prohijó. Por eso no es gratuita la irrupción de Mafalda en la entrevista cada vez que Quino dice algo que a Ella podría molestarla o provocarle un comentario; tampoco es una mera licencia periodística: es el único camino que encontré entonces para vertir en la forma más mediata posible esa sensación de presencia angustiosa y ansiada que presupone llegar hasta la casa de alguien a quien se admira, con quien se sueña, a quien se denigra y aplaude, alguien que ha llegado a integrar la vida diaria, la filosofía, el comportamiento cotidiano de mucha gente y que sin embargo no existe.

¿No existe? Me atrevería a jurar que la tarde que estiramos con Quino y su mujer Alicia en un silencioso cuarto de dibujo había otra mirada más amenazante que la de un Buenos Aires pegajoso detrás de los ventanales y otro ruido más inquietante que el del tren que surcaba por la vía cercana; era un ojo que atravesaba una cerradura desde una habitación contigua y unas manitos que rasgaban la puerta desde el otro lado como queriendo destruir la falsía de los personajes célebres y sus historias, sus preocupaciones  y otras pavadas como ésa de poner un grabador para que un burro hable, otro haga que escucha y otros miles se embelecen después en leer y creer en todo lo que dicen.

CONTINUARA

(Entrada de la Entrevista publicada en el libro agotado “AGONISTAS Y PROTAGONISTAS” de Ramón Mérica. Editorial Arca)