
Es verdad que esos sonidos rudimentarios recibieron, años más tarde, la influencia del criollismo basado en la milonga, el estilo y la vidalita.

Y es verdad que el tango adquirió su forma definitiva gracias a las polcas, zarzuelas, mazurcas, valses y tarantelas derramadas por la impresionante corriente inmigratoria europea que llegó, aproximadamente entre las décadas de 1860 y 1920, inundando, sobre todo, a Montevideo y Buenos Aires. Por algo hay consenso sobre que el inicio del tango clásico, la llamada Guardia Vieja, ocurrió con el estreno de El entrerriano, de Rosendo Mendizábal, en fecha incierta de 1897.
Pero hay otra verdad no tan presente en la memoria colectiva, sombreada por el olvido, que me parece interesante rescatar: el aporte a la evolución del tango de la música clásica.
Hallé por casualidad un viejo reportaje a Piazzolla. Cuenta que en 1940, con diecinueve años de edad y ya integrado a la orquesta de Troilo, supo que estaba en Buenos Aires nada menos que Arthur Rubinstein, una de sus admiraciones, intérprete de los sonidos de Bach, Mozart, Beethoven y tantos más, que lo enamoraron desde que, en 1932, conoció a Terig Tucci, director musical de los filmes de Gardel.
Sin aviso, se presentó a la una de la tarde donde se alojaba el pianista. Éste lo recibió en pijama, con una servilleta al cuello manchada de salsa de tomate: estaba almorzando fetuccinis. No obstante, lo hizo pasar, le ofreció asiento, terminó su comida y luego, de muy buen talante, conversó con el joven en inglés, idioma que Piazzolla hablaba con fluidez. Rubinstein le dijo de su propio gusto por el tango, al punto que tocó en un piano que adornaba el living varios tramos de temas de Arolas y de Cobián. Pero Piazzolla, impaciente, le confesó que le interesaba más saber de música clásica. Rubinstein, sonriendo, le aclaró que eso llevaba tiempo del que él no disponía y le dio una recomendación para Juan José Castro, el maestro de más prestigio entonces en la Argentina; pero el encuentro con Castro fue una decepción: demasiados alumnos y trabajo; por ello lo derivó a Alberto Ginastera.
Y se hizo la luz para Piazzolla.
Con Ginastera estudió cinco años y aprendió mucho sobre pizzicatos, contracantos, acciacaturas, rubatos y trinos barrocos. Luego, gracias al dinero que ganó tocando con Pichuco, viajó a París para estudiar armonía con la famosa Nadia Boulanger, docente, compositora y directora de orquesta, a quien pertenece, al menos en la leyenda, esta frase:
Al final, quiero disimular aquella reducción de protagonistas a la que aludí.