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Antonio Pippo

El periodista Antonio Pippo:“Una aclaración: este texto nunca fue publicado en Uruguay hasta ahora”

Eduardo MericaHECHALAMERICA desde Montevideo/Eduardo Mérica para Diario Uruguay.
Conocemos el camino de él, pero nunca lo recorrimos juntos. Tantas veces admirando sus obras en el papel, que hoy llegó a DiarioUruguay para quedarse y para contarnos su aventura, ya que son pocos los que han logrado alcanzar la más apetecible de las cumbres del periodismo. Como será que ya puso en nuestro correo sus escritos, sus planes, sus ilusiones, comenzando su relato con una singular pasión. Se trata de Antonio Pippo, que un día nació en Buenos Aires. en 1943, y a los 9 años ya estaba en San José, donde vivió hasta el año 1967, y allí nació como periodista. Su labor en la prensa y en Montevideo se dio en los mejores diarios de la época: El Día, El Diario, La Mañana, Ahora, BP Color, Mundo Color y Ya. También lo hizo más tarde en Búsqueda, El Observador y Posdata. Hasta que en 1976 creó el semanario Todo Fútbol, donde hizo periodismo, producción y dirección de noticieros de televisión, estando como asesor periodístico en la dirección de Canal 10. Saeta TV. A partir de 1993 publicó 5 libros: “Obdulio desde el alma”, “El quilombo y los cuentos del otoño”, “Grandes Amores”, “El hijo de Buda”, “Jazmín de Noviembre” y tantos otros… Es docente de periodismo de opinión en la ORT.

“TENGO CASI MEDIO SIGLO DE OFICIO, NO ES POCA COSA Y TENGO UNA INTEGRIDAD ÉTICA Y MORAL A PRUEBA DE BALAS MÁS ALLÁ DE LO QUE PIENSEN ALGUNOS EMPRESARIOS…”

PERIODISMO Y LITERATURA por Antonio Pippo para DiarioUruguay

Este texto fue escrito hace unos años para integrar, junto al trabajo de otros comunicadores latinoamericanos y europeos, la tesis que presentó Anke, la esposa del fallecido José Carbajal, El Sabalero, para doctorarse en Comunicación y Ciencias Sociales en una universidad de Holanda. No he variado un ápice lo que desarrollé en ese momento, por lo cual mi opinión es la misma. Por otro lado, creo que el tema jamás perderá actualidad, precisamente por los debates que siempre ha suscitado. Una aclaración: este texto nunca fue publicado en Uruguay hasta ahora.

¿Y SI FUERAN LO MISMO?
Debo hacer, al comienzo, una aclaración: éste no será un aporte académico, sino, más bien, la exposición quizás desprolija y desordenada de una serie de postulados que, como tales, no prueban otra cosa que el estado de duda permanente en que uno ha venido viviendo y observando estas cuestiones. Toda responsabilidad por lo que sigue deberá recaer, cual pecado original, en quienes han planeado y promovido este trabajo de mi autoría.

En fin. Vayamos al grano.
Un articulista de costumbres uruguayo, ya fallecido –Arthur Núñez García, que escribió bajo el seudónimo de Wimpi- dijo una vez que no hay por qué buscarle explicación a todas las cosas ni discutir demasiado acerca de ellas, porque muchas suelen admitir más de una verdad. Y ocurre que, al final, sobra la confusión y falta entendimiento.

Wimpi puso entonces un ejemplo muy gracioso: antes, cuando alguien preguntaba por qué Napoleón había perdido la batalla de Waterloo, se afirmaba que un pastorcillo indicó un atajo desconocido al general Blücher, jefe del refuerzo prusiano, con lo que Wellington pudo recibir a tiempo las tropas que iba necesitando para lanzarlas contra Bonaparte; luego apareció aquella sentencia poética de Víctor Hugo: “No fue Wellington quien venció a Napoleón. !Fue Dios, porque llegó a molestarle la gloria del hombre más grande de la tierra!”; y más tarde llegó a saberse la interpretación de un cierto doctor Bloumgarten, de Nueva York, para quien la derrota de Waterloo se debió a una insuficiencia hormonal del Emperador.

Confieso que esta ocurrencia de Wimpi –insistiendo en que algunas cuestiones parecen entenderse menos cuanto más se habla de ellas- vino a mi memoria al momento de ser invitado a reflexionar acerca de la relación entre periodismo y literatura. Es que sobre tamaño asunto se ha escrito y debatido casi hasta el hartazgo. Y aún seguimos.

Pero, claro, no pretendo rehuir el compromiso. Ahora mismo recuerdo un hecho del pasado cercado, cuya relación con el tema advertirán de inmediato los lectores. Yo había entregado a una editorial los originales de un pretendido libro de cuentos. El asesor literario de esa editorial, Omar Prego Gadea, me dijo: “Bueno, no están mal, aunque en realidad estos cuentos se acercan más al periodismo que a la literatura”. Confieso que respeto mucho a Prego Gadea, un escritor e investigador de bien ganado prestigio, y, antes que eso, un hombre muy sensible e inteligente. Conjeturé entonces, y aún lo hago, que sabía de qué estaba hablando.
Sin embargo, sigo sin entender, intrínsecamente, la distinción; me suena a sofisma. Como lector, siempre me ha importado la belleza de las formas y, por tanto, de las palabras y de la relación que entre ellas establece quien escribe. Quiero recordar una anécdota muy conocida pero tan sabia que vale la pena repetirla. El célebre pintor Degas, consternado, le confiesa a su amigo Mallarmé, el poeta: “!Qué terrible, Mallarmé, quiero escribir poesía y no puedo! Tengo brillantes ideas pero cuando las traslado al papel el resultado es muy pobre”. Y Mallarmé le contesta: “!Mi querido Degas! Es que la poesía no se hace con ideas sino con palabras”.

Y las palabras bien elegidas y bien usadas –es decir, la belleza de la forma que puede emocionar al lector- habitan tanto en una crónica periodística como en una novela, un cuento o un poema.

Quiero detenerme un momento en el significado e importancia de la palabra. Las primeras palabras tuvieron una trascendencia impar: la voz creadora de los dioses está atestiguada tanto en la teología egipcia como entre los polinesios o en el relato bíblico del Génesis. Y, todavía antes, existieron aquellos misteriosos “documentos-testigo” de los paleontrópidos que representaban un verdadero lenguaje y, probablemente, uno de los primeros intentos de comunicación entre los hombres. La forma de vida estrictamente humana surgió cuando el individuo aprendió a hablar. Y las civilizaciones se fueron fundando cuando, además de hablar, pudo escribir pensamientos, ideas.

Y véase qué detalle significativo: en el principio fue la crónica. Lo que se comunicaba al comienzo, desde tiempos de los signos arcaicos hasta la Piedra de Roseta y, después, en épocas de los antiguos cronistas griegos, eran básicamente noticias, interpretaciones de la realidad.

Quizás por ello podría decirse que si algo nació primero fue el periodismo y no la literatura; de acuerdo a esta hipótesis, de todos modos aventurada pero a la que adhiero convencido, la literatura sería hija del periodismo: una extensión suya, una transformación creativa, una nueva posibilidad abierta a un mismo ejercicio.

Y añado, con un fin meramente provocador: aún hoy es posible hallar ilustres ejemplos de cómo el periodismo, bien entendido y bien realizado, ayuda y mejora a la literatura. Podría citar, en un esfuerzo enumerador absolutamente arbitrario y con seguridad insuficiente, a Gabriel García Márquez, a Osvaldo Soriano, a Arturo Pérez Reverte, al mismísimo Umberto Eco y, echando una mirada hacia atrás, a Raúl González Tuñón, a Leopoldo Marechal, a José Martí y a Mariano José de Larra. Empero, no me detendré en ellos sino en el paradigma del escritor al borde de la perfección y del creador imaginativo por excelencia, capaz de construir universos, sueños, ficciones, símbolos y causar la admiración de los demás: Jorge Luis Borges. Pues bien, hay un testimonio revelador de un amigo: según Ulyses Petit de Murat, Borges tuvo un cambio formidable a partir de su ingreso, muy joven, al diario argentino “Crítica”, del mítico Natalio Botana, adonde fue convocado a escribir artículos de interés para la gente; así nació “Historia universal de la infamia” y se terminó el Borges que necesitaba de un mes para entregar veinte líneas de contestación a una encuesta.

Digo más: si se analiza la cuestión partiendo del lado inverso, o sea desde el punto de vista de la literatura, también dispondremos de testimonios que probablemente nos permitan llegar, qué curioso, casi al mismo punto: esa relación de complementación entre ambos, cuya importancia excede las aparentes paternidades y las calidades de cada cosa.

Albert Camus, al recibir el Premio Nobel de Literatura, dijo que sólo hay una cosa que hace grandes a sus oficios de escritor y de periodista: “El servicio de la verdad y el servicio de la libertad”. La misma misión, la misma responsabilidad.

De acuerdo a Aldous Huxley, en “Locksley Hall”, el poema de Tennyson publicado en 1842, el héroe es un muchacho que ha sufrido una amarga desilusión amorosa y se consuela no con la filosofía o con la religión, ni siquiera con el mundo de los sueños, sino reflexionando sobre la marcha del progreso, el avance de la ciencia y el desarrollo humano: casi como un cronista que relata un hecho y lo interpreta, prestando atención a todo aquello que, a su alrededor, tiene importancia para los seres humanos de carne y hueso. ¿Un poema con sentido periodístico?

William Woordsworth sentenció que los descubrimientos del químico, del botánico y del mineralogista podrían ser para el poeta un tema tan adecuado como cualquier otro, en la medida que fuesen interesantes para los hombres y mujeres en general. ¿Qué otra cosa hacía entonces el vate inglés que construir puentes con el resto de la sociedad, tomando los mismos elementos y siguiendo la misma dirección que un periodista?

Finalmente, me gustaría recordar que Ernesto Sábato identificó durante una charla reciente el principal problema de un escritor: la tentación de juntar palabras para hacer una obra. ¿Acaso no es la misma tentación que padecen y que, a veces, infortunadamente, no superan los periodistas? Quien fuera maestro de Sábato, Pedro Henríquez Ureña, solía enseñar la misma lección, y no era gratuito, a escritores y periodistas. Hacía leer a sus alumnos algún pequeño cuento muy bien escrito o alguna breve y respetable crónica periodística, y decía: “Ahora escríbanlo ustedes”. Casi todo lo que los alumnos le presentaban tenía el doble o el triple de extensión del original. Henríquez Ureña hacía tachar una y otra vez todo lo que sobraba, hasta que el recipiente de la basura se llenaba de adjetivos y adverbios innecesarios y quedaban las palabras adecuadas. Si no bellas, al menos imprescindibles.

Admito como un hecho que la relación entre periodismo y literatura, igual que los juicios acerca de su importancia comparativa, seguirán generando controversias; no obstante, a mi humilde entender ya es tiempo de decir que no se trata de distinguir supremacías ni supuestas noblezas excluyentes. Son dos formas de comunicación que tienen un tronco común: la necesidad de elegir y unir de modo adecuado las palabras para conmover al lector; “conmover”, ciertamente, en el sentido de no dejar indiferente al otro. El resto de las distinciones, incluso aquella diferencia relativa por el uso que la literatura puede hacer de la ficción, parecen componer, a esta altura de la evolución de las ideas, un cuadro teatral impertinentemente baldío. Porque ¿cómo calificar a toda la obra de Homero? ¿Literatura, periodismo? ¿Y a las “Critias” de Platón? ¿Y a “Noticia de un secuestro” de García Márquez? ¿Y a “Cosecha roja” de Hammett? ¿Y al cuento “Avelino Arredondo” de Borges? ¿Y a la serie de notas de costumbres de los “Artículos” de Larra? ¿Y a las “Aguafuertes” de Roberto Arlt? ¿Y a los editoriales del maestro de periodistas Manuel Flores Mora en la contratapa del semanario “Jaque” de Montevideo?

En fin, la lista sería interminable. Por más debate que haya y se mantenga en el tiempo, no vale la pena continuar agregando nombres. Es que quizás todo se resuma en una de las neurastenias de este siglo que tan agudamente ha diagnosticado Umberto Eco: la ansiedad por separar los saberes. De ser así, la literatura –o, tal vez, ciertos defensores de su supuesta aristocracia- habría decidido expulsar en algún momento del seno materno a su hijo bastardo, el periodismo, que, al menos para mí, es en realidad el padre, lo original. Y por eso seguimos enzarzados –hasta yo, pese a todo lo que acabo de decir- en una polémica al santo botón que, en realidad, no hace feliz a nadie ni resuelve nada importante.