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PLAN 2030

Historia de bares y boliches del viejo barrio Goes

VEREDAS DE MONTEVIDEO. La memoria que en la madrugada hace de las suyas, sin darnos tiempo a nada, larga su andanada de recuerdos. De uno de nuestros barrios más queridos. Del Goes que vivía intensamente hace tantos, tantos años. Y cuando “la patrona” manda, no queda otra que escribir lo que nos cuenta.

Ya estamos, como en los tiempos de ayer, caminando en la noche del viejo barrio, por su avenida, cuando desde Garibaldi hasta el Palacio, se “bolicheaba” de lo lindo. Con mucha gente que hoy son amables fantasmas que nos rodean y cuentan sus historias. Pero, “vamo arriba”, saquemos a empujones “el bajón”, nos dicen. Saben que escribiendo y compartiendo con los “lectores cómplices” ellos y los boliches vuelven a vivir. Les hacemos el gusto. Y las frases tienen “la polenta” de un barrio con alma y de sus esquinas con un corazón “así” de grandote.

El centro del palpitar goense, de sus noches y sus días era el Viejo Café Vaccaro. En los tiempos en que el escritor Juan Carlos Patrón tenía una mesa “en propiedad”. Escribía frente a varias tazas de café que los mozos le arrimaban en silencio. Repetía un rito que muchos años antes había iniciado el músico y poeta Fugazzot. Así habían nacido canciones como “Barrio Reus”, dedicada al barrio de “las casitas iguales” que desde principios del siglo recordaban que en Montevideo existían rincones como los del lejano París y su Montparnasse.

El Vaccaro, los sábados y domingos, brillaba “a mil”. Es que en sus altos “el cayengue copaba la banca” en el Ambassador Club. Los músicos, en su media hora de descanso, bajaban a “tomarse una” con sus trajes negros y rigurosas corbatitas de moña. Entre éstos no extrañaba a nadie el que estuvieran los mismísimos D’Arienzo, Enrique Rodríguez o Alberto Castillo, presencias obligadas en los bailes de Carnaval que organizaba Walter Balla. Entreverándose estaba el flaco, de bigotes finitos, que se ganaba unos mangos presentando a las orquestas. Se nos acercaba el gallego Lois, preguntaba cómo andaba la cosa allá arriba y nos servía un enorme tazón de café para hacer más llevadero el bohemio insomnio. El que hacía “pata ancha” por todo el Vaccaro era Carlitos Roldán. Amigazo de todos, siempre muy humilde, aún en la época en que fue cantante de Canaro y demostraba que los berretines de la calle Corrientes no se le subían a la cabeza.

Al lado el Vaccaro, estaba la cervecería “Viena”. Un local chiquito, con una barra y altas butacas, donde siempre flotaba el olor de las minutas que como un hábil mago, su propietario, el flaco Robinson, sacaba de su plancha siempre llena de panceta, tocino y “chivitos”. Funcionario municipal de día y cocinero de noche, este querido amigo supo calmar los insaciables apetitos de infinidad de goenses que recalaban en su rincón de chorreante cerveza de barril y riquísimos churrascos sacados “al toque”.

Por José L. Terra y Blandengues estaba la popular cantina de Roque Santucci. Vinos y licores colgando del techo. Fotos de cracks deportivos, caballos de carreras, banderines autografiados y hasta un cuadro de Gardel firmado por “el morocho del Abasto”. Antes de pasar a la cantina, todos se quedaban un ratito con sus aperitivos y bebidas que Don Roque preparaba y servía con su “canchera” charla de notable anfitrión y “kilómetros de carpeta”. Venían personalidades de todos lados. Así fue que una tarde no nos extrañamos al ver a José Nasassi a quien le hicimos un reportaje para nuestros primeros pasos radiales.

Por la época del “Club del Clan” su contratista siempre traía a la cantina a unos jovencitos, algunos más que tímidos, de nombres como Palito Ortega, Nicky Jones y Perico Gómez. Se ubicaban en las mesas del fondo escondiéndose de las enloquecidas admiradoras que los seguían a sol y sombra. Un habitué de la cantina fue Miguel Manzi, el gran taguero y conductor del programa “La Revista Infantil” que promocionaba el talento de niños que recitaban y cantaban, primero en la radio y luego en la televisión en blanco y negro.

Frente a la Estación de tranvías, estaba el bar “Caballero”. En la madrugada se llenaba de “gente de la noche”. Los buenos tragos iban y venían hacia las mesas de personas que se notaba “la hacían demasiado fácil”. Por las cinco de la “matina”, los taxis traían elegante mujeres que provenían de los cabarets del centro montevideano. Muy serias se sentaban en las mesas de los señores de los whiskys importados y de etiqueta negra. En otras mesas los burreros leían hasta el cansancio los suplementos hípicos, buscando “la fija” que los sacara de pobres.

A pocos metros, en esquina con San Fructuoso, estaba el que primero se llamó “Gran Café, Bar y Restaurante Los Vascos”, luego se popularizó como “El Llano” con la batuta de su rubio y españolísimo propietario. Supo tener clientes ilustres como el maestro del periodismo don Hugo Alfaro, que “haciendo codo” hablaba de películas, música o de la candente política de la década del 60. Muchas veces lo charlado se reflejaba en sus magistrales páginas del semanario “Marcha”. Por los años 70, su propietario se afincó con otro boliche por la zona de la Ciudad Vieja y “El Llano” pasó a decaer, hasta ser solamente un tibio recuerdo en el corazón de los goenses de pura cepa.

Por General Flores y Vilardebó estaba el amigazo Alonso con su bar y almacén. Las copas “lloraban” como en ningún lado y los parroquianos eran “de fierro”. Como el poeta Tito Cabano, muy serio, de pocas palabras, con un gran poder de observación. Así fue que elaboró su tango “Un Boliche” donde retrató genialmente el espíritu de esos rincones de camaradería y de la amistad rioplatense.

Caminamos de la mano de la memoria compañera hasta Garibaldi. Allí estaban dos mojones del viejo y entrañable Goes. El bar “El Faro” y la antingua sede de la IASA, con su tradicional cantina. En sus primeros tiempos, el bar tenía en un extremo del mostrador una maqueta de un faro, con luces y todo. En su cálido ambiente “caía” todo tipo de noctámbulos, pero el ambiente siempre fue sosegado quizás por la cercanía de la comisaría. Con la sede de Sud América al lado, fue un rincón de parcialidad “naranjita” que cuando cerraba su cantina la continuaban en este bar al que convirtieron en su favorito.

Algunos de esos boliches donde hoy “navegamos”, siguen abiertos. Son símbolos que nos dicen que los viejos tiempos aún están luchando por su vida. Como el boliche “La Amistad”, en José L. Terra y Domingo Aramburú. Punto de encuentro de veteranos que recuerdan cuando en el fondo ensayaban “Los Marinos Cantores”, con “el mago” Maritato haciendo maravillas con la guitarra. Por Guadalupe y Valle Inclán existe un antiguo bolichón que parece detenido en el tiempo. Mesitas y sillas petizonas y un agrietado piso por donde se acercan al mostrador personajes que parecen venir de Santa María, la ciudad imaginaria de Onetti. Se toman grandes vasos de vino, en un rincón alguien “levanta quiniela” y en otro se “da de punta” a las barajas, anotando los puntos con porotos. Sobre el mostrador, en una campana de vidrio, hay varios huevos duros para el que quiera hacer algo de “pared” si el tinto semillón es demasiado guerrero.

Otros boliches se “aggiornaron” y siguen metiéndole con todo. Tienen enormes vidrios, extensas vitrinas y luces que lo inundan todo. Pero por ahí también está latiendo el espíritu de los viejos boliches del barrio Goes. Esperemos que estos desprolijos recuerdos les den nuevas fuerzas en su lucha por sobrevivir, en estos días de gente encerrándse temprano para prenderse “al cable” o a la Internet.

 

 

Fuente: Luis Grene (diario La República)