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Hermenegildo Sábat y su adiós. A los 85 años el reconocido dibujante uruguayo murió mientras dormía

HELARTE CON LOS URUGUAYOS.

“En este diario (Clarín) nunca nadie me dijo lo que debía hacer, lo cual es una suerte y una molestia, porque dependo de mí mismo: soy absoluto responsable”

“Morirse es redituable, porque acá te morís y tu obra empieza a funcionar”

“Recuerdo que Macri siendo jefe de Gobierno porteño, cierto día hubo un ac­to con motivo del Bicentenario del 25 de Mayo y recibí una medalla. Cuando subí al escenario, me susurró: ‘Mi mamá dice que me hacés con la nariz muy grande’”

“Vinieron a verme: ‘Sería importante que tomara un café con la Pre­sidenta (Cristina Fernández de Kirchner)’. Querían que cambiara los pasajes de un viaje arreglado. No accedí”

Mientras dormía Hemenegildo Menchi Sábat dejó este mundo con 85 años de edad el 1 de octubre de 2018. El cielo amaneció celeste y limpio para recibir al genio uruguayo que con sus dibujos políticos se ganó el prestigio del mundo.

Vivió en la Argentina durante 51 años y en sus primeros pasos GENTE tuvo el honor de contar con su talento. A los 40 comenzó a dibujar para Clarín hasta ayer.

«Cada uno (de sus dibujos) me demanda alrededor de ochenta años, el tiempo que llevo aprendiendo a dibujar», decía en su última entrevista para GENTE publicada el 30 de agosto del 2016.

–Cuida sus manos, Hermenegildo (Mariano Sábat Garibaldi; Pocitos, República Oriental del Uruguay, 23 de junio de 1933)?
–Aunque admito que me molestaría mucho quedarme sin la derecha, no lo hago. Bueno, está aquel pintor de la Guerra del Paraguay (Cándido López) que perdió la diestra y se puso a darle con la izquierda, ¿verdad? Yo no la cuido más de lo normal. Sí me preocupo por rodearme siempre de papel, grafito, tinta. Porque como soy un tipo antiguo, dibujo a mano y con lápiz –nunca por computadora–. El peor amigo del dibujante es olvidar el material con que ejerce su profesión, de la misma manera que el mejor son las ganas, asociadas por supuesto a la pasión.

–Dibujante, caricaturista, pintor, docente, fotógrafo, músico, poeta, escritor, ¿cómo deberíamos definirlo?
–Bueno, en principio no arrancaría por caricaturista. Lo que mayormente he practicado es el periodismo. Así que yo mejor arrancaría definiéndome como periodista. No estaría mal. Trabajé diecisiete años ejerciendo la actividad en el Uruguay. Apenas quisieron nombrarme secretario general del diario El País, renuncié. No tengo piel para despedir pares, tarea que, de aceptar, me correspondía. Me vinculo tanto, que no podría.

–Igual, el dibujo viene de antes.
–Seguro. Yo, que soy producto de la escuela pública de mi país, tuve una maestra, Celina Bianchi, que en tercer y cuarto grados me enseñó en serio a usar la mano para dibujar y escribir. Fui muy, muy, muy mal alumno. Me la pasaba garabateando en cuadernitos. Mientras los demás eran aplicados, yo sólo servía para dibujar, y sin control, a pura espontaneidad.

–¿Alguien lo felicitaba, alentaba su talento?
–Mis padres (María Matilde –porteña de La Boca; ama de casa– y Juan Carlos –charrúa de Montevideo, profesor de Literatura, periodista y escritor–), la familia (sus herma­nos, Isabel, Matilde, Eduardo y Juan Carlos), quienes me conocían… A los 12 años empecé a visitar redacciones, y comenzaron a publicarme dibujos. El primer tipo que me llamó la atención fue mi homónimo abuelo, un notable artista español. Y después, los genios de Caras y Caretas, José María Cao, Manuel Mayol y Julio Málaga Arenet, que era peruano. Debuté a los 15 entregando material para la revista Pulgarcito y el mencionado El País. En el ’55 empe­cé en Acción, de Montevideo. Me llevó Jorge Batlle, luego presidente. El tuvo conmigo atenciones extraordinarias, genuinas, desinteresadas. Con el tiempo me di cuenta –lo deduzco ahora– que deseaba que yo emprendiera una carrera política. No sirvo para eso. Tampoco para el estu­dio, ya que ni logré recibirme de arquitecto.

–Tardó en pisar Buenos Aires.
–Un poco. Llegué en 1965, a los 32. Acá trabajé cinco años en agencias de publicidad, algo que no es lo mío, colaborando dentro de medios como Primera Plana, el Herald, GENTE, Atlántida y Crisis. En el ’71, mis ex com­pañeros de Primera Plana me hicieron entrar en el diario La Opinión. Me cambió la vida. Ya que no podía com­petir con La Nación y Clarín, por calidad de impresión y otros detalles, encontraron que la vuelta era publicar dibujos alrededor de la información. Ergo, el encarga­do de generarlos era yo, y en una época muy violenta. Así me di a conocer. Me llamaron tres veces de Clarín. Ingresé a fines de marzo de 1973. Hoy no puedo dejar de agradecer que hayan confiado en mí, puesto que en este diario nunca nadie me dijo lo que debía hacer, lo cual es una suerte y una molestia, porque dependo de mí mismo: soy absoluto responsable. Si no controlo bien lo que hago, estoy frito.

–¿Entró a Clarín justo en la mitad de su vida?
–Los 40, sí, mal llamada mitad de la vida. Y aquí seguimos, con las mismas costumbres… Recibo los periódicos en ca­sa, los leo y después voy al diario. Cuando no estoy en el trabajo, no pienso en él. Hubo una época en que procuré escribir notas; ocurre que resulta imposible producir todo al mismo tiempo. No suelo tomar nada mientras dibujo. Me gusta mirar mis trabajos publicados al día siguiente (¡soy mi peor crítico!). En lo único que cambié es en que dejé los petardos Parisiennes que acostumbraba fumar. Nada de celular, no tengo. Leo los mails sólo por la no­che. Cuando me siento ante el papel, lo único que no me gusta es trabajar de memoria. Sería un autoengaño.

–Previo a darle libertad a su pericia técnica, ¿cómo piensa, imagina, inicia, concibe un dibujo?
–Difícil responderlo. Recién, por ejemplo, me llamó Julio Blanck (editor jefe y analista político de Clarín), para an­ticiparme que lo que él iba a escribir venía por el lado de la presión sobre la Justicia, e imaginé como ilustración a una figurita con una flechita. Otra opción es una sátira. Son varias las posibilidades, según la situación. Eso sí, te aseguro que una vez entregado, el dibujo deja de ser mío. Como señalaba el artista francés Georges Braque: «Un cuadro está terminado cuando la idea desapareció».

–¿Siente que sus dibujos de alguna manera hablan?
–No sé. Para mí son una forma de representar algo. De­pende de si pretendés componer un objeto, una orquesta, una batalla… El panorama es amplio. Mi primera expo­sición en Buenos Aires fue durante el ’67, dentro de la Librería Francesa, de Viamonte y Florida. En un pequeño lugar, luego de subir una escalerita, puse distintos retra­tos. No iba nadie. De repente apareció una mujer, miró un rato y se me acercó: «¿Son suyos?». «Sí, señora». «¿Y usted además pinta paisajes?». Me pareció una buena sugeren­cia. Llegué a probar, cumplí con el deseo de la dama, e igual seguí prefiriendo los retratos, jajá.

–¿Qué contribuye en mayor medida a lograr el rostro que pretende recrear? ¿Observarlo en una foto, el cara a cara, una filmación?
–Si conocerse a sí mismo lleva un largo tiempo, imaginate que llegar al conocimiento de los demás puede significar que uno antes agrande narices, achique bocas o cometa algún otro error injusto. Alguien a quien me ha llevado un buen tiempo conocer es Mauricio Macri. Recuerdo que siendo jefe de Gobierno porteño, cierto día hubo un ac­to con motivo del Bicentenario del 25 de Mayo y recibí una medalla. Cuando subí al escenario, me susurró: «Mi mamá dice que me hacés con la nariz muy grande». Me da la sensación de que es un hombre con buen sentido del humor, lo que celebro. No le preocupa que lo carac­tericen, salvo por los golpes bajos. Las personas notorias no son personajes de una historieta. Yo trato con respeto incluso a aquellos que no me simpatizan.

–Con respeto y sin palabras.
–A Jacobo Timerman le puse como condición, para in­gresar a La Opinión: Hacer dibujos sin palabras. Eso lleva a un mecanismo mental para transmitir conceptos con imágenes. Cuando veo lo mío de aquella época, a veces además de agarrarme la cabeza, no sólo me doy cuenta de lo que no repetiría (tenía otra edad y quizás otras necesidades de expresarme), sino que también confirmo que un dibujante no puede derribar gobiernos con sus trabajos. Jamás pensé que mis dibujos eran más importan­tes que lo que sucedía. Los dibujos pueden enojar, pero no alterar la vida tuya ni la de una nación. Como cuando Cristina Elisabet Fernández de Kirchner se enojó con dos míos, uno de 2008 (con dos curitas en la boca, durante la pelea ante el campo) y el otro, del ’12 (con el ojo morado, tras un revés judicial). Al primero lo calificó de «mensaje cuasi mafioso». Preferí callarme y no entrar en el juego, pese a que me costaba no contestar. Pronto vinieron a verme: «Sería importante que tomara un café con la Pre­sidenta». Querían que cambiara los pasajes de un viaje arreglado. No accedí. Para el segundo, hubo alcahuetes que se pusieron la camiseta, intentando defender los altos valores de la Cristinidad. Y al mismo tiempo, cercanos a ella que me bancaron.

–¿Verbitsky?
–Horacio Verbitsky. Salvo ambas circunstancias, no he te­nido situaciones por las cuales preocuparme… Quizá me viene a la memoria que entre 1976 y el ’78, pese a que no había una orden, flotaba la sensación de que no se debía dibujar a Videla. Un día descubrí que un diario de La Plata lo hacía, y encontré una excusa para mandarme. Me refiero a la final del Mundial de Fútbol. Lo puse junto al almirante Emilio Massera, el brigadier Raúl Agosti y João Havelange, titular de la FIFA. Salió la ilustración, Argentina se consagró campeón y al par de días La Na­ción publicó su dibujo de Videla. «Ya está arreglado», pensé. Al cumplirse tres años del golpe de Estado, lo hice transitando una especie de ciclotimia, y a Clarín lo llamó un general que, menos de lindos, nos acusó de lo que se te ocurra. No obstante, ¡a mí nadie del diario me dijo nada! Sí, debo admitir que más de una vez abrí la puerta de casa preguntándome si no habría alguien esperándome del otro lado.

–¿Sobre qué cuestiones no acepta dibujar?
–Sobre algo muy triste, me abstengo. Tampoco saco partido de una situación demasiado anunciada. Como lo que pasa ahora con los señores José López y Lázaro Báez: parece bastante obvio. No me gusta tratar de com­petir, desde la ficción, con la realidad.

–Hablamos de límites. ¿Cuáles son sus límites? ¿Los hay?
–Mirá, en mi opinión sí. Pensemos sobre lo de Charlie Hebdo (el semanario satírico francés de izquierda en cuya redacción, el 7 de enero de 2015, dos terroristas asesinaron a doce integrantes e hirieron a cuatro), que fue espantoso.El año anterior: habían puesto en la ta­pa a François Hollande, protagonizando una situación ridícula (con la inscripción «Moi, Président» partien­do de su pene). El prefirió no opinar. Un montón de mandatarios condenaron el hecho, y Hollande terminó desautorizado… La sátira sirve mientras no se vulneren esas cosas que no están escritas. No me refiero a la ética. El límite lo marca lo defendible de lo que no lo es. Mi medida es no meterme con temas personales. Tampoco me gusta aprovecharme de una cuestión fí­sica. José Martínez de Hoz tenía orejas muy grandes, pero eso no era lo peor ni lo mejor de él. ¿O acaso el bigotito era lo peor de Hitler? Para nada, eran otras sus características funestas. Cuando tapé la boca de Cristi­na, no vulneraba ningún límite. Cuando la reflejé con un ojo hinchado, no hablaba mal de ella. No se trataba de juicios de valor sino de un diálogo entre el dibu­jante y el lector. Obvio que si le agregaba palabras, la cuestión cambiaba… Yo creo que la caricatura es un mecanismo para exaltar valores –incluso negativos–, no para deformar. Ahí se encuentra uno de los límites no escritos.

–¿Existen personajes conocidos (uno observa su obra y parece no faltar ninguno importante de los Cin­cuenta a la fecha) que por equis motivos no bocetó ni desea intentarlo?
–A algunos me las ingenié para evitarlos (risas). Por otro lado, yo no dibujo a nadie de manera idealizada. No lo hago bien si se porta bien, ni mal si se porta mal: mi visión está adecuada a la noticia. Procuro hacer como se debe aquello para lo cual me pagan.

–¿Cuánto le puede demandar una caracterización?
–Depende. En el ’61 viví tres meses en la casa de Al Hirschfeld, mi legendario colega estadounidense. Lo vi de nuevo en 1969. El venía viajando por las Bahamas y demás islas de la zona, como canje a cambio de di­bujos. De regreso, un día atendió delante de mí una llamada de la agencia que lo contrató. Le consultaron qué venía haciendo. «Estoy pensando», contestó, sin mencionarles que ya los tenía terminados. Ergo, yo no tengo un reloj para medir cuánto tardo con un trabajo. De tal forma que si te debiera dar una respuesta, sería: «Cada uno me demanda alrededor de ochenta años, el tiempo que llevo aprendiendo a dibujar».

–¿Los dibujos son los hermanos pobres de las pinturas?
–(Carcajada) Esa comparación me da mucha gracia. Todos somos más de una persona. Además de admirar al gran David Levine (que conocí, lo mismo que a su increíble serie de caricaturas de Nixon), a mí me atraen pintores como Jean Dubuffet, Anton van Dyck, Diego Velázquez, Francisco de Goya, William Turner. El di­bujo y la pintura requieren mecanismos distintos. Yo no sigo un orden preestablecido. Sé lo que tengo que hacer tanto cuando estoy en el diario como cuando pinto. No hay choque.

–Su legado incluye la actual presidencia de la Acade­mia Nacional de Periodismo, cerca de una veintena de libros (el primero, Al troesma con cariño, dcl ’71, de­dicado al adorado papá de su papá; el último, de Edi­torial Planeta, Rebelde ileso, de 250 páginas); publi­caciones en medios gráficos relevantes como The New York Times, The New Yorker, American Heritage, Fortu­ne, L’Express, Libération, Punch, Jornal O Globo…
–¿Pretende ruborizarme?

–Para nada, jé. Y numerosas distinciones, como las de Personalidad Emérita de la Cultura Argentina (Secre­taría de Cultura de la Nación 1997), el Homenaje de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano de Gabriel García Márquez (en ’05) y los premios María Moors Cabot (Periodismo, Columbia University, Nueva York 1988) y Nacional Pedro Figari de Pintura (Mon­tevideo ’97). ¿El legado sin firma ni diploma sería su escuela, la Fundación Artes Visuales?
–Y, es una parte fundamental de mi vida. Sucede que nos encontramos al límite. Cuando la iniciamos –1982– con Miguel Angel (Ghilino, profesor), en la calle Bar­tolomé Mitre, de San Telmo, venían unos ochenta alumnos, y ahora acá (Hipólito Yrigoyen 964, 1er. piso, teléfono 4342-4180), donde nos instalamos trece años atrás, varios empiezan y dejan. La nuestra es una socie­dad muy materialista. Entonces, en términos relativos a la cantidad de habitantes del país, pocos se dedican en serio a la pintura, ya que no es redituable. Lo es morir­se, porque acá te morís y tu obra empieza a funcionar… La Fundación se encuentra en un lugar lindo y a la vez caro para mantener. Admito que siempre andamos al borde del precipicio.

–¿Cuál supone sería su profesión de no haberse incli­nado por la que eligió?
–Reconozco que me hubiera encantado dedicarme a la música. Tengo varios clarinetes. El propio Batlle me salió de garantía para el primero que compré. He so­plado y soplo con suertes varias. Me gustan el jazz, el tango, Carlos Gardel, Astor Piazzola, Amadeus Mozart, la música en general; pinto escuchándola. Tengo ese aparato con varias horas cargadas, ¿»playlist» se llama?

–¿En Clarín también dibuja escuchando música?
–Prefiero el silencio. No quiero que la gente se alte­re. Soy un tipo de perfil bajo. Recuerdo una anécdota que le escuché a Jorge Luis Borges. Resulta que Kafka visitó la casa chorizo de Max Brod, futuro albacea de su obra. Una noche se llevó por delante el pestillo de la puerta del cuarto del padre, quien se exaltó. «Con­sidéreme un sueño», lo tranquilizó Franz, asomándose. En conclusión, yo quisiera que, si por ahí molesto, me consideren un sueño. Siempre es mejor ser un sueño que una pesadilla.

Por redacción de GENTE, entrevista Leo Ibáñez

 

Fuente: Infobae