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Recordando a un poeta olvidado, de Alejandro Michelena

CULTURA MONTEVIDEANA. La madrugarda convoca a seres ya perdidos en el pasado o en la distancia… En este caso: Alberto Mediza -autor de este valioso poema, que forma parte de su único libro del género publicado por Aquí Poesía- más notorio por haber sido uno de los más brillantes críticos teatrales uruguayos de fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, luego exiliado en Argentina y muerto prematuramente. Y María… la musa inspiradora de estos versos, tampoco está entre nosotros; falleció hace dos años muy anciana… María, lejana -como la del tango- con su pequeña pero digna presencia, con su belleza más allá de la apariencia. Tal vez siguió recordando aquel lejano gran amor y el gran poema que lo refleja.

A. M.

Imagen: única foto de Alberto Mediza, del año 1973.

MARIA ENTRE TINIEBLAS

Como un cangrejo que baja por la vida, yo
registro las huellas de tu nombre.
Nuevamente,
como culpable de un delito
ejerzo este oficio
de tragalaberintos sin salida.

Ya te he dicho, María, que tristes son las herramientas
del recuerdo: una luz enferma en que deambulan
besos, palabras, gestos que un día extraje
violentamente de tu cuerpo.

Retazos de memoria, olvidos, mordeduras
lloran sobre la inmensidad de mi cabeza, preguntan
por tus piernas, extrañan los ardores de tu piel,
a geografía del amor que juntos descubrimos,
para luego saber
que detrás de la carne no se hallaba
nada que fuera perdurable.

Por entonces el sol

calentaba los días con un fuego distinto.

La casa era un lugar donde el reposo siempre

escondía

una caricia.

Los árboles aliento que poblaban el aire

con un idioma extraño

como de suaves lenguas,

y el pan de harina fresca y las manos buscando

a lo largo y a lo ancho

la tierna consistencia de tus senos.

También el cielo incorporando su realidad hecha de espacio,

su inmensidad hecha de miedo,

su todo estar sobre los hombres, su todo andar

sobre las bestias,

bajaba a descansar junto a las horas,

cuando tu remontabas palomas de tristeza,

y contabas historias y emprendías

viajes imaginarios

hacia el país de la felicidad completa.

La habitación entonces era un enorme barco

remontado en el tiempo,

y en él se hallaban

—además de tu vientre y de mis huesos—

un cuadro de Van Gogh

con sus cipreses alucinados,

soles desesperados y furiosas tormentas.

Los floreros vacíos, los libros de Vallejo.

Pero pronto, María,

muy pronto,

tuvimos que descender sobre la tierra,

volver a tu silencio,

golpear en los metales

que se volvieron puertas.

Yo aferré tu sexo a mi cintura, tus mapas imposibles,

los hijos que no fueron

—los que quedaron mudos en tu vientre,

los que en mi sangre se volvieron viejos—,

y con ellos

he salido a caminar por este mundo

—tal vez a tu reencuentro—.

Tarde llegué a saber

que tan sólo el amor nos separaba.

Y el amor es un verbo.

ALBERTO MEDIZA