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Por Antonio Pippo: LA CASITA DE MIS VIEJOS

TANGO INTIMO .Cuando acabó de leer, lloraba: -Hermano… ¡No sabés cómo te agradezco este pedazo de mi vida que me has devuelto! Ya le pongo música…

Fue Juan Carlos Cobián frente a una poesía que su amigo del alma, Enrique Cadícamo, le entregó una tarde de otoño, luego del regreso del pianista de uno de sus frecuentes viajes a Estados Unidos, en 1927, esta vez a su casa de la infancia en Moreno 310, Bahía Blanca.

Así nació “La casita de mis viejos”, uno de los más inspirados tangos de este binomio impar. Cadícamo se había tomado algunas licencias poéticas, pero Cobián sostuvo siempre que esa letra representaba una parte sustancial de su existencia.

No es la única curiosidad de la obra: la estrenó la cantante brasileña Italia Ferreyra, acompañada del propio Cobián, en la revista “Trololó”. Pero el éxito definitivo vino de la mano de la versión que hizo Tania en 1932, en el teatro Maipo, y que jamás llevó al disco. Cobián, con su orquesta de la época, lo grabó en 1944 con el cantor José Balbi, aunque pocos dudan que Julio Sosa no ha sido superado en su versión de 1958 con la orquesta de Pontier.

Cobián es no sólo un personaje del tango, sino un hombre que regó aventuras variopintas, algunas insólitas. Nació el 31 de mayo de 1896 en Pigüé, provincia de Buenos Aires, aunque su familia se trasladó, a los dos años, a Bahía Blanca. Hijo del español Manuel Cobián y la argentina Silvana Coria, fue su hermana mayor quien lo impulsó a estudiar piano y composición; brillante y dedicado estudiante, condiscípulo de Carlos Di Sarli, se inició tocando en cervecerías y en cines que exhibían películas mudas, hasta que Eduardo Arolas le presentó al bandoneonista Gerardo Spósito y al violinista Ernesto Zambonini, con quienes armó su primer trío y con el cual estrenó su tango inicial, “El motivo”, que se convertiría en clásico a partir de la letra incorporada por Pascual Contursi; siguieron “El gaucho” y “El botija” (título con reminiscencias montevideanas nunca explicadas). Pianista, compositor, letrista y director, fue un innovador: creó el “tango romanza” –que Luis Alberto Sierra ha descrito como de “exquisito refinamiento estético sonoro, romántico, más rico musicalmente”-, caso de “Salomé”, por ejemplo, un camino que siguió Enrique Delfino, de quien vale mencionar “Griseta” y “Sans Souci”; pero, además, lo llamaron “el Chopin del tango” porque hacía adornos impecables a los bajos de los silencios de la melodía.

Algo más: todo un cajetilla, elegante, varonil, desenvuelto al hablar, amante del jazz, viajero impenitente y, sobre todo, mujeriego, hábito en el que le acompañó Cadícamo, con quien impuso en el Buenos Aires de los años 20 el andar engominado y sin sombrero.

¿Sus aventuras? Justificarían la película que nunca se hizo. En 1916 viajó a España para escapar del servicio militar obligatorio; cuatro años después, al retorno y sin dinero, “lo estaban esperando”: fue a parar al Casino de Oficiales de un regimiento, donde le hacían tocar el piano en medio de múltiples medidas por su indisciplina; la prueba de lo duro que le resultó es que el único tango que compuso durante ese período fue “A pan y agua”. Liberado del rigor, vendió todo, incluso su piano, y se fue a Estados Unidos detrás de una tonadillera española que le llevaba 15 años de edad; un amorío intenso que duró poco, pues la mujer lo plantó y debió recurrir a un amigo casual, el poeta y periodista mexicano Luis Sepúlveda, quien le consiguió trabajo y una pensión; indomable, armó pareja con la dueña del lugar, aunque la abandonó en 1927, cuando regresó a su país natal y se encontró con aquella letra de “La casita de mis viejos”. Más tarde se casó en Montevideo con una viuda uruguaya, la cual -¡cuán enamorada habría estado!- al divorciarse le regalo cincuenta mil dólares a retirar de una cuenta en Nueva York; allá fue, cobró y se ennovió con la propietaria del hotel donde paraba. Claro, no podía con su genio: a escasos meses conoció a la artista local Kay O’Neill, a quien desposó intempestivamente y a la cual también abandonó en su última vuelta al pago, ya con problemas de salud, en 1943.

Contó Cadícamo que este hombre increíble y artista genial le confesó, ya a punto de morir, que “por su bohemia había perdido la oportunidad de conquistar Hollywood”.

Después de su fallecimiento, apareció en Buenos Aires Kay O’Neill buscando “cobrar la herencia que correspondía por ser la esposa legítima de Cobián”.

-No queda un mango, nena… –dicen que le dijo Cadícamo. –Podés volverte tranquila…