Inicio » El novecientos de Josefina Lerena Acevedo de Blixen
Cultura

El novecientos de Josefina Lerena Acevedo de Blixen

TOUruguay. Nacida en 1889 Josefina Lerena Acevedo de Blixen, fue testigo del Montevideo que principiaba el siglo. Tras varias publicaciones a partir de los años treinta, -biografías, historia, metafísica-, en 1967 presenta sus evocaciones de tiempos mozos en un breve libro, Novecientos. Narra episodios de la cotidianeidad de entonces, los espacios y su gestualidad característica, las calles, las plazas, la paciencia de los habitantes. Haciéndonos entrar y salir a la vida interior de algunos hogares, a sus costumbres silenciosas, y a los estruendos de la capital aldeana.

No podemos acceder a los sonidos del novecientos, ni a las formas de escucha de aquella sociedad, si no es a través de narrativas, como pueden ser estas crónicas. Debemos para esto tener presente que el discurso resulta de la experiencia del sujeto que lo enuncia. Y que estará estructurado por operaciones discursivas de clase, con determinadas posibilidades de visibilidad e invisibilidad sobre los fenómenos. La ubicación social dispone diques a la experiencia y participa de la lente de mira del campo. La cronista trae, en este caso al registro escrito, los rasgos singulares de su experiencia que considera necesarios para su fin. El paisaje sonoro narrado es entonces una acción de expresión de la memoria, que otorga mediante las palabras, orden, a una serie de eventos del entorno cuyo plano sonoro es destacado.

Los relatos son producto de aquello que es próximo al campo del sujeto. En este sentido no existe un Montevideo de laboratorio que pueda ser interrogado, sino fragmentos de discurso de cronistas con vivencias singulares de la ciudad, que deciden o no traer al relato determinados aspectos de su experiencia.

En el siguiente recorrido buscaremos extraer de los relatos de la vida cotidiana el plano sonoro. Como oportunidad de conocer, de mano de la niña que oyera, algunos existentes de la experiencia sonora en aquel Montevideo.

La vida interior.

»…la ciudad vieja, tenia una edificación de altos con casas de comercios en los bajos. Eran las casas que ocupaban casi siempre los profesionales, casas con escaleras, en las cuales existía casi siempre la llamada no muy propiamente puerta cancel, de cristales. / Esta edificación, y la costumbre de que ella sirviera para el profesional y la familia, creó el sacrificio de ésta. Porque los consultorios o los estudios se instalaban en la parte de recepción, en las salas, antesalas, en el hall, y las familias vivían una vida interior, de silencio, de encierro, de puertas cerradas, de cortinas corridas, de aire enrarecido, de oscuridad.» (:76-77)

Los familiares esperaban tras la escena en silencio, que los clientes al fin se marcharan para hacer su entrada. »Entonces se abrían las puertas y entraba el sol, si aun era tiempo, o se encendían las luces, los candelabros, y la dueña de casa podía tocar en el piano alguna polonesa de Chopin o alguno de los vals de moda. ‘La viuda alegre’ o ‘Sobre las olas’ y, dentro de la música nacional la famosa habanera ‘La pecadora’, de Dalmiro Costa (1). / Y era llegada la hora en que a los niños se les permitía jugar en los corredores, gritar, pelearse, y hasta llorar. La casa era suya, era la casa de la familia» (:78)

»Todos rezaban» (:79) parados alrededor de la mesa. »En el gran comedor» antes de cenar. Durante la cena, »Jamás había discusiones, jamás estridencias». Y solamente cuando el padre o la madre se referían a un hijo, entonces podía hablar. »El padre hablaba, comentaba algo, hacia reflexiones, la madre agregaba algo (…)» (:80) “(…) la ternura estaba contenida dentro de las normas demasiado rígidas de la etiqueta o el respeto.” (:80)

«Cierto es que todas las mujeres estudiaban piano, pero muy pocas interpretaban con talento y sentimiento a los grandes maestros de la música. Acaso no había verdadera inclinación hacia el arte, acaso éste se tomaba como un deber y se llegaba a conocer la técnica desconociendo el espíritu» (:87)

En algunas casas “se tenían fonógrafos de voces estridentes, con espantosas cornetas amplificadoras” (:87)

Entre la vida interior y lo público.

De las salas de las casas se escapaban repetidas lecciones de «piano, esos tres o cuatro pianos de cada cuadra que daban a la calle sus arpegios, sus escalas, sus ejercicios.» (:76)

La organización en el tiempo del «orden familiar» (:31) aparece señalada por el entorno sonoro del lugar que pasaba a la casa. Había quienes sabían que era hora de emprender tal o cual tarea por el pasaje del tranvía a caballos. Lo infrecuente de su pasaje permitía decir: «-‘ya son las once porque acaba de pasar el tren…’” (:31)

Plazas, calles.

«En las noches de verano mientras las bandas militares tocaban polkas y mazurcas la juventud transitaba por la diagonal que iba de Sarandí y Cámaras (2) a Ituzaingó y Rincón» (:9)

De frente «las campanas de la Catedral, que ininterrumpidamente daban hasta los cuartos de hora» con su toque. (:31) En estos o aquellos paseos había una atracción «La gente se detenía complacida a oír los pianitos de las limosnas, callejeros, que daban lástima al corazón y a los oídos. Apenas existían las graciosas cajas de música con dos o tres versiones, que resultaban como juguetes». (:37)

Su voz.

“Tal vez se habían visto a la salida del colegio y así se iniciaban entusiasmos infantiles. Pero la salida de la misa era especialmente el momento de verse (3), aunque fuera de paso, porque ningún joven podía detenerse a conversar con una muchacha en la calle; eso hubiera sido gravísima incorrección. Solo se podía saludar y sonreír a la pasada. Pero en algún momento él la seguía hasta descubrir su casa (…) El se había entusiasmado, ya de sus ojos, de su talle, de su sonrisa picaresca… pero ¿cómo sería su voz? ¡Ha! La voz era un misterio.”

La sordina vegetal.

«Pensemos, así, en aquella ciudad de seres que sabían convivir, de población que aceptaba que cualquiera de sus calles principales amaneciera alfombrada de pasto cuando algún enfermo grave precisaba silencio. Era la forma de amortiguar el ruido de las ruedas y de los cascos sobre los adoquines, dando entonces al tránsito un ruido sordo, que invitaba a los transeúntes a bajar la voz en actitud de recogida compasión y de solidaridad profunda.» (:29)

Cuenta Isidoro de Maria, en su crónica “¡Abajo las murallas!” (1957: 320), que esta costumbre habríase iniciado hacia 1859, año en que el pasto, o incluso la arena, sustituirían, por orden policial, la costumbre de cerrar la calle atravesándola con una cuerda, ante la necesidad de silencio de un vecino.

El teatro.

«Y en el Urquiza se presentó Frégoli, el genial transformista y Leo Fuller y la Bella Otero, lo que despertó tanto entusiasmo que los hombres subían a la escena misma para aplaudirla»…»Pero creo que nunca alcanzó el entusiasmo una expresión más vehemente que la noche que Jene Heading terminó su presentación. Interminables vivas se coreaban (…) [y] «Algunas veces «Los ‘¡bravos!’ en el paraíso eran ensordecedores» (:92)

Campanarios.

El séptimo relato del libro, “Oremos” (:45), centra la devoción dolorosa de la Semana Santa; la que era acompañada desde los campanarios con toques plenos de significado para los pobladores. A cada día u hora correspondería o un toque o el silencio de las campanas. Lerena va ligando afectos a las situaciones que narra, y relata el poder de afección que el entorno sonoro tenía sobre los cuerpos de los devotos. Como veremos al final del relato todo el espacio sonoro se llena de toques de campanas; y vale la pena tomar un mapa y reparar en las distancias que los montevideanos del novecientos eran capaces de escuchar. Podían identificar los campanarios de cada barrio, gracias a un silencio relativo mucho mayor al actual, singularizando aquellas fuentes sonoras del entorno urbano (4).

“Montevideo esperaba, siempre con la misma devoción, el dolor de la Semana Santa. La ciudad permanecía dentro de las normas de aquella religiosidad española de la Colonia, que no se amenguó con la nacionalidad(…) Pero no pensemos que esta devoción profunda se parecía a la de la Semana Santa de Sevilla que narra Reyles (…) Nunca hubo en Montevideo la aparatosidad de las ciudades andaluzas, nunca conoció aquellas vivamente exteriorizadas expresiones de dolor, ni las lágrimas a gritos, ni el fervor de los temperamentos apasionados,(…)(:45) Montevideo mantenía una devoción serena, la del norte español tal vez, (…) triste, ceñida y honda. Además ninguno se habría alejado de la ciudad rezadora, para gozar, como se hiciera luego, de una semana de reposo y de sol (…)” (:46) La secularización vendría luego; “(…) en el Novecientos existía la Semana Santa antigua”. “Paso a paso se seguía el drama del calvario (…) Las campanas entristecían el aire” (:46) El Jueves Santo “desde el alba las recordadoras campanas estaban doblando, con unos dobles que entraban en las casas, que anudaban las gargantas (5). Eran como si hicieran llover crespones sobre el pensamiento. Porque oprimía en verdad aquella música grave, aquel recuerdo permanente que golpeaba en el espíritu cada cuarto de hora e impresionaba como si alguien acabara de morirse./ A las dos de la tarde, mientras yo oía las campanas de la Catedral, empezaban a hacerse las estaciones: visitar siete iglesias (…)” (:47) Luego en las iglesias se oía a la gente “rezando sin voz” (:47), “Y el gran silencio, lleno de pasos sordos” (:47) “los sermones, escuchados con espíritu conmovido” (:48) “Las campanas seguían cuidando aquel recogimiento” El Sábado, dice, “qué alivio” (:48) “la fiesta estaba (…) en todos los corazones” (:49) Y era entonces el otoño “…como si otra vez fuese primavera”. (:49) “repicarían las campanas ofrecidas a la ciudad como mensaje de amor (…) resonaría el órgano con su música celeste y los coros saludarían otra vez a Dios” (:49) “Desde la Catedral se iniciaba la fiesta de las campanas. Repicaban enseguida las campanitas de Lourdes [Paysandú y Florida], y la vieja campana de bronce de San Francisco [Cerrito y Solís]. Luego, el campanario musical de Los Capuchinos [Canelones y Minas], y la Aguada [Av. del Libertador y Venezuela] con sus campanas como de plata, y el Socorro [Tapes y Jujuy] y entre ellas, las de pequeñas capillas, iglesias pobres, casi sin voz, y San Agustín [al otro lado de aquel Montevideo, Frente a la Plaza de la Unión], dominando las lejanías; así unas y otras, entremezclándose en una gran armonía, como una orquesta de luz” (:49) En la Ciudad Vieja, dice Lerena, se escuchaban lejanas campanadas de la Unión. Una dimensión espacial-sonora que a todos hoy nos cuesta concebir.

Tranvías.

Los tranvías no eran frecuentes, esto había contribuido a incorporar la paciencia en la modalidad general. “Se formaban grupos en las esquinas y los pasos se apresuraban cuando había que tomarlo en la mitad de la cuadra tras escuchar la corneta alertadora. / Pero era frecuente que ese tranvía que traía la luz verde y que esperábamos, pasara sin detenerse y que si el cochero llegaba, tocando la corneta que anunciaba la presencia del vehículo, nos sorprendiéramos desagradablemente al leer en éste un letrero blanco con letras negras que decía: “completo”. Y pasaba entonces el tren ante los fatigados transeúntes, fustigándose con el látigo al cadenero y a los tres caballos que iban al galope (…) –Esperamos otro?”- Nos preguntábamos. / -Esperamos” (:32)

Los tranvías “En el invierno, (…) cerrados como cajones, llevaban los pasajeros mirándose uno a los otros (…) un gran silencio de voces, pero se escuchaba el ruido de las ruedas de hierro sobre los durmientes de las vías y de cuando en cuando alguna apagada conversación de negocios o de temas triviales o el lloro de algún niño, para entretener a aquella sociedad (…)”

Círculos.

Aparecen los espacios de tertulia, de círculos, en los cafés céntricos del Novecientos. El plano sonoro que traemos monta su escena en el fervor del por entonces emblemático café de librepensadores, “Polo Bamba”: “(…) era acaso el más famoso: diez, veinte mesas donde se hablaba casi sin escucharse, porque todos eran o se sentían ases allí, y deseaban manifestar sus teorías.” (:68) “(…) allí se continuaban las discusiones, la catequización artística, la consulta, el aparte, la lectura de una primicia, la cátedra.” (:69) Dando a la sociedad una, un tanto escandalosa, “presencia de rebeldía” (:69).

Durante carnaval.

Lerena señala dos tiempos, dos momentos, en la vida de los corsos de carnaval. Caracterizado cada uno por el medio de desplazamiento empleado y en algún sentido por el impacto sonoro que éste producía en el entorno: primero el de los coches a caballo con “cascabeles sonoros” (:42); período comunicativo, de un contacto civilizado entre los participantes “de una extraña atmósfera aristocrática y asimismo popular, divertida y culta”, (:43) y el período de los automóviles: “Los automóviles vinieron a hacer trepidar sus motores ansiosos de velocidad y en medio de aquel ambiente cordial se presentaron con sus techos herméticos (…) y sus vidrios prevenidos” (:43-44) de cualquier ofrenda contundente tributaria de Momo.

 

Fuentes:

De María, Isidoro (1957) Montevideo antiguo. Tradiciones y recuerdos. Biblioteca Artigas. Vol. 24, Tomo II, Montevideo.

Lerena Acevedo de Blixen, Josefina (1967) Novecientos. Ediciones Río de la Plata. Montevideo.

Rossi, Rómulo F. (1922) Recuerdos y crónicas de antaño. Peña Hnos. Montevideo.

Bibliografía:

Salgado, Susana (1971) Breve historia de la música culta en el Uruguay. AEMUS. Biblioteca del Poder Legislativo. Montevideo.

Schafer, R. Murray (1976) El mundo de los sonidos. Los sonidos del mundo. En: El correo. UNESCO, Nº 11, Año XXIX, Impreso por: Brodard et Taupin, Coulommiers, Francia.

1 Dalmiro Costa (1836-1901), prodigio del piano y la composición. Su habanera “La Pecadora” data de 1870.

”(…) una de las primeras habaneras compuestas en el Uruguay, fue editada en Buenos Aires dos años después y tuvo tal difusión que luego también fue impresa en los Estados Unidos de América.” (Salgado, 1971: 83)

2 La calle Cámaras, hoy Juan Carlos Gómez (aquel nombre, refría a que allí, en el Cabildo, funcionaban las Cámaras Legislativas).

3 Ver: “El desfile de once” (Rossi, 1922: 19) Al salir de la misa de la hora once “Las elegantes de antaño, al igual que las de ogaño(…)”,“nuestras damas”, desfilaban desde la Iglesia Matriz hasta el (ex) Cementerio Inglés, situado en el Ejido (donde se ubica el actual Palacio Municipal), celebrando la exclusiva oportunidad de proximidad y encuentro. Hacia la fecha en que escribió Rómulo F. Rossi, Carlos Gardel narraba una escena por el estilo en Misa de once.

4 “A estos ambientes, no perturbados por una multitud de ruidos que compiten entre sí podemos llamarlos

“de alta fidelidad”.” (Schafer, 1976: 5)

5 Incluso hoy día gente mayor recuerda que el Jueves Santo; o tal vez desde algunos días antes y hasta el Sábado de Gloria; las campanas de las iglesias permanecían atadas con sus propias cuerdas, de modo de silenciarse: así lo menciona; recordando el novecientos, Rómulo F. Rossi: de miércoles a sábado, el recogimiento de las familias, “desde el miércoles enmudecían las campanas de los templos, los pianos se cerraban…”. El sábado, Misa de Gloria, “y a la vez que al echarse las campanas a vuelo, desde el coro se entonaban cánticos y se arrojaban flores. / Y fuera de los templos, las bandas de música apostadas en los atrios rompían en marchas triunfales, las baterías y los buques de guerra extranjeros anclados en el puerto, hacían salvas con sus cañones, y de todos lados de la ciudad se disparaban tiros, cohetes y bombas” (:17-18). La Matriz, teniendo un comportamiento distinto y principal a las demás iglesias, ¿mantendría igualmente los toques cada cuarto de hora, mientras se silenciaban las iglesias de los barrios de las afueras?