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Cultura

Un cuentero de ley, el periodista Juan «Capita»Capagorry, de Solís de Mataojo

CULTORES DESCONOCIDOS. Cuentista y cuentero, poeta, letrista de canciones, humorista, dibujante, Juan Capagorry (1934-1997) fue un cronista pícaro y sensible de un mundo de pueblo del interior uruguayo que conoció en profundidad. Dueño de un oído afinado para el habla popular, disimulaba su condición de culto y omnívoro lector, tras una forma de la bohemia que lo convirtió en una figura característica del paisaje nocturno montevideano.

LECTOR DE ALMAS. «Yo no creo que un sujeto pueda sentirse orgulloso de lo que escribe, porque es casi seguro que no lo escribió él. O por lo menos, no él solo. En lo que respecta a mí, que soy ‘de segunda’, lo que hago es tomar el material y, conociendo la historia de la gente, me tomo el atrevimiento de organizarles el pensamiento». Es curiosa esta afirmación de Juan Capagorry en la que reduce su tarea de narrador a la de un simple organizador del pensamiento ajeno. Aunque no suene tan extraña, tal vez, para quienes lo conocieron bien y supieron de su humildad.

«Capita» –como le llamaban los amigos– logró desempeñar, a lo largo de su existencia, muy variados oficios pero, seguramente fue en el de cuentista oral donde se movió con mayor comodidad. «Yo tenía interés en eso de fabular, hacía cuentos y le echaba la culpa a otros, para no quedar como un embustero. Empecé en forma oral y después, por la admiración a Morosoli, me decidí por el cuento escrito. Viví en el campo y recibí influencias de los tipos que contaban cosas en reuniones». Para encontrarse con ese universo personal, con esos recuerdos de aquel mundo tan próximo y a la vez tan alejado de la capital y no pasar como un trapalón, fue que comenzó a escribir, a pintar historias. «La vida en un pueblo es radicalmente diferente a la de la ciudad y creo que eso nos ha ayudado a los que venimos de allá. En los pueblos la gente convive realmente con todos. El boliche es el corazón del lugar y se vive como en vidriera, la gente sabe lo que se piensa al lado. Casi que se adivinan hasta el futuro. Son capaces de jugarse a que las cosas serán como dicen, porque todo es realmente conocido».

Quizás ayudado por ese entorno, Juan se convirtió en un implacable lector del alma humana. Cuentan que una mirada le bastaba para adivinar las angustias veladas de un amigo y que acto seguido se acercaba y lo invitaba a una copa, con la intención de levantarle el ánimo; pero que también aparecía en las buenas: tenía una inmensa capacidad para alegrarse con la alegría ajena y para compartir la suya. Y en ese «oficio» de ser amigo de sus amigos se destacó con creces.

LO ORAL Y LO ESCRITO. En la década del 60, en Uruguay, tuvieron fuerte presencia varios movimientos sociales que fueron protagonizados por trabajadores del campo. La canción popular, con el surgimiento de algunas figuras fundamentales, no prescindió de esa gente, de sus labores y penurias. Así, por ejemplo, el año 1965 encontró a un Daniel Viglietti realizando los últimos ajustes para Hombres de nuestra tierra, su segundo trabajo discográfico surgido de algunos encuentros previos con Capagorry. «A Minas –recuerda Viglietti–venía a estudiar guitarra con mi padre un muchacho muy interesado en la cultura, que además daba clases de literatura en su pueblo, Solís de Mataojo. Un día nos pusimos a conversar, nos hicimos muy amigos, hasta que en una oportunidad mi mujer, en una de esas charlas, nos dijo: ‘¿Por qué no se dejan de hablar tanto y hacen algo con todo lo que están conversando sobre los personajes del campo?»

Capagorry, en ese tiempo, orillaba los 30 y era un tipo «muy de su pago», pocas veces había traspasado los límites del departamento de Lavalleja. A raíz de este trabajo a dúo en el que fue autor de los versos de todas las canciones, se dio a conocer en la capital como un hombre consustanciado con las situaciones y los problemas cotidianos del hombre del campo. «Hubo que plantearle el camino a Montevideo para venir y terminar, en la convivencia, el ciclo de las diez canciones y los diez textos introductorios. Para él era una experiencia nueva la grabación. Estuvimos viviendo juntos en Montevideo y recuerdo algunas veces que yo me levantaba de mañana y lo veía en algún rincón articulando, haciendo gestos con la boca para decir las palabras. Tenía una gran responsabilidad en el trabajo, porque quería ser claro, pero sin perder ese tono tan natural suyo». Aquellos textos introductorios que menciona el músico son pinceladas breves en las que, además de poner en clima al escucha, Capagorry logra una gran expresividad en el relato, como ocurre, por citar sólo un caso, con las palabras previas de «Pión pa’ todo»: «Lo parieron la estancia y la piona. Supo de su madre por un delantal que le secaba el llanto y la nariz. La estancia le quemó la niñez, lo endureció de apuro en una escuela de galpones y trabajo. Peoncito puro empeine y el pelo como chuza. Como a caballo ‘e piquete’ lo tienen, de aquí pa’allá, sin sueldo ni domingo. Como si fuera un árbol, que con sol y agua le alcanzara».

El disco Hombres de nuestra tierra, presentado con éxito en salas de la capital y el interior, oficiaría como disparador para que se decidiera, muy poco tiempo después, a terminar de dar unidad a unas crónicas costumbristas ambientadas en un paisaje rural a las que llamó Hombres y oficios (Grupo Toledo Chico, 1966), primer eslabón de su cadena de publicaciones. Tras la aparición de este libro (edición casi artesanal, ilustrada por Eduardo Amestoy, Ramón Carballal, Rosa Cazhur y Joaquín Aroztegui) escribió el profesor Jorge Albístur: «Para niños pensó Capagorry estas páginas suyas. Y los niños pueden aprender, leyéndolas, a mirar con simpatía y emoción a las cosas y los seres condenados –en apariencia– a volverse invisibles por insignificantes». De esa época es también el libro La visita y nueve cuentos más (Ediciones Hoy. Minas, 1967), casi un incunable en la actualidad.

EL PERIODISTA, EL DIBUJANTE. Capagorry trabajó, en diversas etapas, como periodista. Tuvo, desde luego, incursiones en el campo oral: se desempeñó en radio (breve pasaje por Rural, en la que hizo jugosas notas de carnaval, y en un programa de radio Sport llamado «Diálogo con mi ciudad») y también en televisión (colaboró en el programa «Generación del 55», conducido por su amigo Aflredo Zitarrosa). En su juventud, y a la par de sus tareas como vendedor de libros o empleado del corralón municipal, trabajó como periodista gráfico: en El Tero (fue uno de sus fundadores) y Yunque, de Solís de Mataojo, y en La Unión, de Minas; en Montevideo también escribió para Noticias y Correo de los viernes, entre otras diversas publicaciones.

De varios relatos publicados en la prensa montevideana surgió Chirolitas (Arca, 1984), un libro que recoge con su sello personal pequeñas historias, cuentos y anécdotas. En una nota titulada «Cuentero de ley», que apareció en La Democracia, se dice con respecto a este libro: «Otra de las hazañas de Capagorry (se había elogiado anteriormente su imaginación y su capacidad de recopilar historias ajenas) es el haber logrado el tono justo de la narración oral, mediante una sintaxis caprichosa y una puntuación no menos irregular que remeda (aparentemente) arbitrarias pausas y silencios del ‘contador’ de pueblo. Y la capacidad de enredar una historia dentro de otra para presentar a su personaje y pintarlo de cuerpo entero. Rápidos dibujos que bastan para entrever el alma de la gente. Oído y calidad de dibujante». Esta última imagen se ajusta también con el mundo real, porque la de dibujante fue otra de sus tantas facetas.

Dicen que adonde fuera Capagorry solía llevar consigo un lápiz y una pequeña libreta. Sin «hacer ruido», durante años, se pasó haciendo anotaciones y dibujos a rápidograf o drypen muchos de los cuales fueron a manos de sus amigos en forma de tarjetas postales. En estos dibujos, en los que desarrolló un estilo muy particular, se ven reflejados personajes y situaciones en los que posó su mirada aguda: un bar, una calle, un partido de fútbol, parejas que conversan, entre otros. Además, dibujó símbolos de decodificación compleja, como los rostros de algunas figuras de la baraja española a las que adosa diversos elementos, un ave que emerge de un pocillo de café o de un vaso con cubitos de hielo o rostros encerrados en una botella.

Muchas de estas creaciones surgieron casi sin pensar, en la mesa de un bar, con tiempo para perder el tiempo, dejando correr su mano. No fueron demasiadas las veces que Capagorry habló sobre este oficio y de cuál fue su formación: «En Minas estudié con (Edgardo) Ribeiro, quien nos hacía observar mucho, visitábamos talleres, incluso en otros departamentos, como por ejemplo el de Dumas Oroño, en San José. En cierta oportunidad había decidido ingresar a la Escuela de Bellas Artes, pero ciertos imprevistos me hicieron llegar después de la fecha y desistí definitivamente, tal vez haya sido para bien; años después asistí a unos cursos con (Jorge) Romero Brest. Creo, además, que he mirado todas las exposiciones que se han hecho en los últimos tiempos».

En escasas oportunidades –por más que lo tentaron– «Capita» mostró sus dibujos al público. «Blankito» era uno de los que solía estimularlo, pero chocaba contra su pudor: «Me pasa a veces que me siento a dibujar y veo que alguien empieza a fijarse en lo que estoy haciendo, entonces rompo la hoja y paso a hacer cuentas para que no me miren como bicho raro, los números no molestan, porque en estos días todo el mundo hace cuentas».

VERDADES SENCILLAS. Cualquier escritor, sea cual fuere el género que practica, debe atravesar lo que podría denominarse un clásico camino literario: el punto de partida se produce cuando se imagina la obra, y el final cuando ésta queda pronta para salir al público. En raras ocasiones se logra que esas ideas aceitadas en la cabeza del autor puedan volcarse al papel de primera intención y sin grandes alteraciones. Una vez que el texto descansa en la hoja, lo habitual es reformular frases y conceptos, «cortar» y «coser», intentando siempre que al producto final no se le noten esas costuras.

Teniendo a este método como modelo, varios de los cuentos de Capagorry dan la impresión de haber sido escritos como con cierta urgencia, sin esa edición, algo que podría traducirse como una especie de ansiedad-necesidad de transmitir a otros los varios relatos que habitaban en él, como si la vida no le alcanzase para poder comunicar todo ese bagaje de historias. A pesar, o no, de estas características, Capagorry se encargó de contagiar en todo momento su sensibilidad; así lo entendió el escritor y crítico Milton Fornaro, quien no dudó en calificarlo como un escritor naïf : «Sus cuentos, algunas veces no logrados, por momentos desprolijamente escritos son, sin excepción, portadores de verdades sencillas, donde no tienen lugar las frases grandilocuentes». Un ejemplo claro de algunas de estas características pueden ser ciertos cuentos de Chau, Consuelo (Arca, 1979) en los que su visión de la capital parece ser la de un recién llegado: poco tienen que ver con un montevideano su uso del idioma y su manera de construir personajes. Capagorry, en alguna ocasión, le confesó a Amilcar Leis Márquez: «Como decía Pavese: no hay literatura posible sin obreros y campesinos. Yo, como ser, me nutro de la gente sencilla, me gusta contar las historias que les ocurren a los hombres de mi pueblo». Para él, la gente de campaña –esa gente que vivía sin ninguna curiosidad, que miraba la carretera sin interesarse jamás en qué había al final de ella– tenía una sensibilidad distinta a la de la gran ciudad. «Cuando yo era chico –recordó en una oportunidad– me preocupaba por saber si la gente era buena o era mala. Por eso le pregunté un día a un carnicero, al Chochoso Alzamendi, cómo era el canario Cecilio, que se lo veía muy timbero y que decían allá que con tal de timbear era capaz de robarle el chupete a un huérfano. Y Alzamendi no me decía de Cecilio sino de todo el mundo: ‘mirá, hermano, los hombres son como los campos de sierra, pedazos buenos, pedazos malos, pedazos regulares ¿Me entendés hermano?’. Yo no entendí en ese momento. Después, con los años, me di cuenta que era una gran verdad. Sencillita nomás, como las grandes verdades».

El escritor Enrique Estrázulas, en el diario El Día, llegó a definir a aquellos cuentos incluidos en Chau, Consuelo como «asombrosos y vacilantes, llenos de verdad y plagados de sentimientos antiliterarios». Puede que por ésta y otras circunstancias, casi nunca un jurado literario (con el relativo valor que tienen algunos galardones) haya decidido concederle un premio a su labor. Aunque obtuvo el mejor premio que puede tener un escritor, y es que la gente vibre con sus trabajos. Sólo en una oportunidad recibió un premio por una composición sobre el árbol; aún años después «Capita» recordaba el hecho y se lamentaba porque al tener que concurrir a la ceremonia se privó de un clásico en el estadio Centenario.

EL ACTOR, EL ENSAYISTA. A pesar de su timidez y cierta renuencia a la trascendencia, Capagorry supo tener un paso fugaz por el teatro. En 1984, a instancias de algunos amigos, interpretó al escritor Mario Arregui en Sobre los muros. Líber Falco, de Luis Damián, obra que intentaba rescatar al poeta (brillantemente interpretado por su amigo Julio Calcagno) y a algunos de sus ritos. En un fragmento del comentario sobre esta pieza, el maestro y periodista Luis Neira escribió: «Aparece Juan –Mario Arregui– Capagorry, conversando con la platea, armando su cigarrito, con la bonhomía de siempre y su decir campechano que lo emparenta con el personaje, para contarnos cosas de Falco –no tanto del poeta sino del hombre– y poco a poco meternos en la trama de la obra, como cuando lo encontramos en el boliche de Jaime, de Germán, o en cualquier rincón montevideano».

Seguramente producto de esas horas de boliche a las que alude su amigo Neira, y partidas de truco, de su conocimiento de la noche y de la bohemia, haya surgido el ensayo El juego es cosa seria (Arca, 1979). Su andar por la vida, su decir, lo ha hermanado con este texto que maneja el lenguaje cotidiano de muchos montevideanos, que no prescinde del humor, y en el que aparece un completo catálogo de reglamentos y detalladas instrucciones de cómo practicar difundidos juegos de la baraja española.

En este mismo género, y en asociación con Elbio Rodríguez Barilari, publicó Aquí se canta. Canto popular 1977-1980 (Editorial Arca, 1980), un ensayo que si bien aporta datos interesantes sobre el tema, no cuenta con la rigurosidad necesaria para un trabajo del estilo. Capagorry también fue el autor, en compañía de Nelson Domínguez, del libro La Murga (Cámara uruguaya del libro, 1984). En este ensayo, en el que se recogen diversas letras que dejaron su impronta, revela su gran percepción para hurgar en textos de diferentes épocas y situarse en cada coyuntura, jerarquizarlos, dimensionar su valor.

EL BOLICHE. En esa sabia institución que es el boliche, «Capita» se hizo gran escuchador y allí aprendió a vincularse con gente de los más diversos orígenes e ideologías. Al caso viene la siguiente anécdota relatada por su amigo «Laco» Domínguez: «Cuando Juan presentó Chau Consuelo, a uno de los primeros que le obsequió y dedicó el libro fue al muy querible ‘Bebe’ (obrero portuario, buscavidas, compañero de la barra del «Club de Acción»), quien entre lágrimas, y ‘aparatoso’ como él era, le dio un fuerte abrazo. Yo me quedé prendido con esa imagen y escribí una nota en El País a la que titulé «El libro fue para quien no podía leerlo», pero claro, no me parecía bien decir que ‘El Bebe’ era analfabeto y terminé disfrazando tanto la cosa que al otro día me llamaron varios pensando que el hombre se había quedado ciego. Para quienes conocieron a Capagorry tiene que haber mucho de reconocible en esa y otras de sus características: era un «bicho del centro» que se movía en un radio limitado, pedía caña en los boliches a la que muchas veces le agregaba arazá, se destacaba por ser un gran lector y un bohemio curiosamente ordenado, con un gran sentido de la responsabilidad.

Es difícil sintetizar sus pasos vitales, porque, de alguna manera, «Capita» fue todo eso y mucho más. Todos coinciden en que Juan fue, esencialmente, un hombre bueno, con la simpleza y profundidad que puede transmitir ese adjetivo.

«Capita» era de hablar poco sobre sus cosas. Nació en 1934 en Montevideo, aunque desde muy pequeño su vida transcurrió en Solís de Mataojo (Departamento de Lavalleja) de donde se consideraba oriundo. Por influencia de su abuelo, quien tenía una nutrida biblioteca, comenzó a interesarse –en las horas de penitencia– por la lectura. Entre los variados géneros en que incursionó con sus libros, se encuentra también la poesía en La vida juguete roto (Ediciones de la Balanza, 1976) y no debe soslayarse tampoco su último libro de cuentos para niños, En el pueblo de Andaverlo. (Ediciones Monteverde, 1993). En 1968 se casó con Teresa Dornbusch con quien tuvo un hijo, Juan. Se separó de ella al poco tiempo. Gastó varios años en la capital trabajando como corrector de imprenta y dibujante en la DGI, hasta jubilarse, no mucho tiempo antes de ese 12 de junio de 1997 en el que murió. Su imagen, aún permanece muy viva, basta darse una vuelta por el bar Outes de Michelini y San José para ver una foto suya con el típico pañuelo atado al cuello, frente al mostrador, como si a altas horas, con ya casi todas las mesas vacías, se pusiera a conversar con Germán, con Manuel Capella, o con cualquier otro de los parroquianos del boliche.

 

Apellidos:
Capagorry
Nombres:
Juan
Seudónimo:
Capa, Capita
Año de nacimiento:
1934
Fecha de muerte:
12/06/1997
Sexo: Hombre
Lugar de nacimiento: Lavalleja, Uruguay
Disciplina:
Escritura (crónica, narrativa, poesía, otras)
Artes visuales (dibujo)

 

 

Fuente: Guillermo Pellegrino
El País Cultural