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Cultura

Coriún Aharonián:“amo […] con un / desesperado dolor / esta mi pobre, sucia, triste, desgraciada patria”

AUTORES URUGUAYOS. ¿Por dónde empezar? Compositor, musicólogo, educador, agitador, organizador, difusor, investigador, teórico, ensayista, periodista, director de coros: esos fueron algunos de los papeles que eligió desempeñar Coriún Aharonián, pero quizá fue ante todo un militante, empeñado en comprender, explicar y defender la dimensión política de la cultura y la dimensión cultural de la política. Un militante que consideraría un gran honor que su muerte y la de Ernesto Guevara vayan a recordarse, desde ahora, en la misma fecha, aunque también es probable que, con el ánimo riguroso y la pasión por la polémica que nunca lo abandonaron, aprovechara la oportunidad para señalar que en realidad al Che lo asesinaron un lunes 9 de octubre, hace 50 años, y que la versión sobre su caída en combate el día anterior fue una mentira para encubrir el crimen.

Habría sido difícil convencerlo de que no se trata hoy, aquí, de hablar de la muerte de Guevara sino de la suya, no de aquella pérdida sino de esta. Desde hace un tiempo, incluso antes de que se supiera, el año pasado, que estaban gravemente enfermos él y su compañera desde mediados de los 70, Graciela Paraskevaídis –fallecida el 21 de febrero–, Coriún estaba muy preocupado por definir quiénes y cómo se harían cargo, cuando no estuvieran, del valiosísimo archivo de ambos, y era también difícil decirle que para las cosas se podrían hallar soluciones, pero que la ausencia de ellos iba a ser irremediable. Que ese acervo meticulosamente organizado, con el que tuvieron la generosidad de ilustrar a varias generaciones en legendarios apartamentos del Parque Posadas, no había sido lo fundamental para la formación de tantos, que la clave eran Graciela y él.

“Coriún Aharonián –dice Wikipedia– nació en 1940, en Montevideo, hijo de padres inmigrantes que sobrevivieron al genocidio armenio en 1915-1923. Sus padres llegaron a Uruguay en los años veinte. Su padre, que estudió en Echmiadzín, centro religioso de Armenia, se formó en ingeniería en Köthen; sin embargo, al establecerse en Uruguay, tuvo que trabajar como subordinado al no ser reconocidos sus estudios profesionales. Aharonián recuerda que en su niñez no tenían dinero, aunque sus padres lucharon por sus ideales, lo cual tuvo enorme influencia sobre Coriún”. Eso aprendió y eso enseñó con el ejemplo: su prestigio internacional y las distinciones que acumuló le habrían permitido vivir con holgura y entre halagos en muchos países que lo valoraban más que el suyo. Pero, como escribió Salvador Espriu, no se fue al norte, “donde dicen que la gente es limpia / y noble, culta, rica, libre, / despierta y feliz”. Espriu explicaba: “amo […] con un / desesperado dolor / esta mi pobre, sucia, triste, desgraciada patria”. Algo así le pasaba a Coriún, con su patria grande latinoamericana y con sus pagos acá. Fiel a ellos vivió, sin olvidar los pagos ancestrales: desde joven, una de las causas que abrazó fue la de la memoria del genocidio armenio, y tuvo un papel destacado en el impulso a la primera ley nacional que lo reconoció, uruguaya y de 1965.

Otras memorias lo tuvieron a su servicio; por ejemplo, la del terrorismo de Estado uruguayo, que lo tocó de cerca. Pero siempre trabajó más por los vivos que por los muertos. Su hermana Anahit fue una de las presas de la dictadura, y muchas de sus compañeras de reclusión recuerdan hasta hoy las visitas del petiso, que asumía la responsabilidad y el riesgo de mantener a todas al tanto de lo que ocurría del otro lado de sus rejas. Al igual que se esforzaba por mantener a sus alumnos al tanto de lo que pasaba, culturalmente, mundo afuera en aquellos años. Al igual que en 1971 había hecho la primera edición discográfica, fuera de Cuba, de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola, Cuba va. Al igual que en 1966 se había hecho cargo de explicar, en una publicación tan ajena al rock como el venerable semanario Marcha, lo importante que era el lanzamiento del disco Revolver, de The Beatles.

Escribió varios libros indispensables, entre ellos Héctor Tosar, compositor uruguayo (1991), Conversaciones sobre música, cultura e identidad (1992) y Músicas populares del Uruguay (2007). Son escasas o inexistentes las reseñas periodísticas sobre ellos, entre otras cosas porque había que saber mucho para comentarlos.

¿Ya va más de un tercio de la nota y no se habló del arte? Error: todo lo anterior tiene muchísimo que ver con la manera en que Coriún entendía el arte, un anhelo hondo de armonizar ética y estética, forma y contenido, de poner la creación en la trinchera (hablamos del compositor de una obra titulada “Homenaje a la flecha clavada en el pecho de Don Juan Díaz de Solís”) y exigirle ferozmente, por eso, que fuera siempre más pura que el enemigo, más libre, más astuta, más humana. Un arte que, más que complacer a un público, se propusiera formarlo.

Eso aprendió de maestros como Lauro Ayestarán, Héctor Tosar o Luigi Nono; de compañeros como Cergio Prudencio, Daniel Viglietti o Conrado Silva. Y eso enseñó a una lista impresionante de músicos populares e impopulares, cultos e incultos. Sin su porfiada y lúcida labor en el sello Tacuabé, que fundó junto a Daniel Viglietti y Los Olimareños, habría sido muy difícil que editaran sus primeros discos, durante la dictadura y también en otros períodos, artistas decisivos para el desarrollo de la música uruguaya de las últimas décadas, algunos de ellos luego muy exitosos, otros hasta hoy poco conocidos, pero, según el olfato casi siempre certero de Coriún, necesarios.

Necesario era, para que otros pudieran crear y aprender a hacerlo, su trabajo incansable de fundador de instituciones y organizador de encuentros. Digamos, para entendernos, Núcleo Música Nueva, Sociedad Uruguaya de Música Contemporánea, Cursos Latinoamericanos de Música Contemporánea (de 1971 a 1989: más de 1.000 alumnos provenientes de 20 países en cuatro continentes), Centro Nacional de Documentación Musical Lauro Ayestarán. En esas y otras instituciones se esforzó hasta los últimos días de su vida por dejar relevos, por no hacerse indispensable aunque de hecho lo fuera.

En su trabajo como compositor, del que dan testimonio los discos Gran tiempo (1995) y Los cadadías (2001), exploró territorios de aspereza y despojamiento, guiado por una autocrítica muy severa y por la convicción de que su lugar en la batalla implicaba dejar atrás formas, estructuras y criterios de una música ajena y agonizante, mantenida con respirador artificial en instituciones que no por casualidad se llamaban conservatorios.

No buscó formar alumnos que siguieran su camino –de hecho, la palabra epígono resumía mucho de lo que consideraba desdeñable en la música–, pero en más de una ocasión por el peso de su carisma, por la vehemencia con que se expresaba, y porque muchos de sus alumnos tenían escasa formación musical previa, sus opiniones, expuestas con la mejor voluntad de aportar a la educación de creadores libres, fueron confundidas con verdades que no correspondía discutir. Esto contribuyó a consolidar cierta percepción de “su escuela” –que nunca se propuso fundar– como algo excesivamente racionalizado, poco placentero y bastante engreído. Sin embargo, no era eso lo que quería sembrar. Bien podía suceder que la misma canción pegadiza le pareciera una concesión imperdonable si la había compuesto alguien de quien desconfiaba, y una ingeniosa forma de combatir al sistema con sus propias armas si el compositor era alguien a quien conocía y apreciaba, pero no era su intención convertirse en un jacobino temible que dictaminara, de modo inapelable, quiénes eran compañeros y quiénes aliados objetivos del mal. Hubo, sin embargo, quienes lo vieron así, quizá porque no se tomaron el trabajo de conocerlo mejor, atravesar la corteza y entenderle el corazón además del cerebro. Lo que nos dio, en todo caso, es muchísimo; quizá pasen muchos años antes de que seamos capaces de medir cuánto.

Cuando supe que él y Graciela tenían enfermedades graves, pensé mucho en el sentido de la palabra “deudo”, que viene del reconocimiento de deberes entre familiares. Todos somos sus deudos. Y sólo podemos intentar pagar, aunque sea en parte, tratando de mantener el sentido del deber (con el país, con la cultura, con la humanidad) que nos enseñaron.

 

 

Fuente: la Diaria (Escribe: Marcelo Pereira)