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Ramón Mérica

Ramón Mérica con Paulina Medeiros, la única de las cinco notorias mujeres con la que no llegó a casarse Felisberto Hernández

AGONISTAS Y PROTAGONISTAS. Sé que la entrevista no le cayó bien. Me lo imaginé el mismo día en que salió publicada por una simple razón:¿cómo una mujer tan comedida, tan abierta a la prensa, tan afecta a proclamar sus entusiasmos no llamaba para decir algo? Esa sospecha, poco después, se transformó en una certeza: Me hace aparecer demasiado frívola, le confesó a un amigo en común.

No creo que frívola sea la palabra más justa para definir a la Paulina Medeiros que recorre esta entrevista mejor definible como historia de amor, esa angustiosa historia de amor que compartió durante cinco años con Felisberto Hernández, el más refinado escritor que haya dado la literatura uruguaya. Como me ha sucedido en otras oportunidades -caso de Alma Reyles, a quien fui a ver porque me interesaba más indagar sobre la personalidad de su famoso y polémico padre, el novelista Carlos Reyles, que sobre ella misma; caso de Pierina Dealessi, actriz característica argentina de tercer orden pero con la carga, nada menos, de haber sido la amiga más íntima que tuviera la caudilla justicialista Eva Perón -en el caso de Paulina Medeiros debí recurrir al testigo cercano de un personaje que, de haberlo conocido, no me hubiera perdonado no someterlo a un reportaje. No es lo mismo (ya lo sé) que atrapar al personaje buscado, pero esta desventaja es paliada por algo inapreciable: el misterio, el tono conjetural con que un agonista vierte sus recuerdos e imágenes de un protagonista, la imponente subjetividad con que una hija, una amiga o una amante memoran los días que compartieron con un monstruo sagrado.

Pero en el caso de Paulina Medeiros se produjo algo más que precipitó la indagación de un Felisberto Hernández a través de una segunda voz: fue la aparición de un libro, publicado por la Sra. Medeiros, donde desgarra las intimidades de su agónico amantazgo con Hernández dando a luz las cartas de amor que se intercambiaron y confeccionando un prólogo que era una incitación a visitarla. Por eso no es totalmente justo decir -como en el caso de la hija de Reyles o de la amiga de Eva Perón- que el testigo sobreviviente no tuviera demasiado interés: me interesaba, claro, pero lo que había por detrás de eso era algo más que una etapa amorosa (o lo que fuera) de un creador. Había la figura desmenuzada, en paños menores, sin piedad, de un hombre que a través de sus divagaciones literarias -sus esplendentes divagaciones literarias- había engendrado un alter ego de pulidas ensoñaciones, de delirantes planeos oníricos, de arrobadores refinamientos sensuales a través de la imaginación, un hombre que había reconstruido con aparente modestia un microcosmos proustiano donde los sonidos y los perfumes embalsamaban el silencio de las salas enfundadas, donde las tías viejas rezumaban la tibieza uterina de la infancia, donde mórbidas muñecas calefaccionadas despertaban las sensaciones más sublimes.

Por el libro de la Sra. Medeiros, en cambio, irrumpía el otro Felisberto: el Felisberto utilitario e inhumano, el Felisberto cruel y prescindente, el Felisberto edípico y malsano, mezquino, menudo, menor, el Felisberto que delira desde París con las chuletas a caballo y las montañas de papas fritas, el Felisberto que se sienta a la mesa de una aristocrática familia montevideana y no es invitado nunca más porque el brillo aceitoso de las comisuras revela su ignorancia sobre el uso de las servilletas.

Fue con una rotunda sensación de tristeza que salí en busca de Paulina Medeiros, la única de sus cinco notorias mujeres con la que no llegó a casarse. El encuentro fue en un espacioso apartamento del Cordón -un sitio que Hernández no conoció jamás- pero se intuía que entre esas paredes estaba Felisberto de cuerpo entero, mejor dicho: de memoria entera, de crueldad entera, de egoísmo entero, lo mismo que sobre las esquinas, calles y veredas que vigilaron sus pasos de amantes estrujados por el desencuentro. Allí también entre esas ventanas que Hernández no respiró jamás estaba, en cambio, Felisberto desgajándose en cada una de las palabras proferidas por la matrona que tomaba whisky -a las tres de la tarde- y que correteaba por la casa sin que eso quiera decir que es una frívola. Nadie que haya querido de la manera en que ella lo hizo, -con tan humillante entrega, con tan despiadada impiedad por sí misma, con tal capacidad de aceptar la incomprensión de lo que más se ama- puede pensar, ni en un minuto de flaqueza, que lo que se hace o se dice para rescatar un pasado entrañable y eterno, un pasado capaz de llenar noches y noches y noches borrachas de vacío, no ha sido, en el peor de los casos, el sentido que cobró esa vida para transitar del entonces al después.

Ahora me doy cuenta: Paulina Medeiros es una protagonista, quizá más recóndita y opaca de lo que se acostumbra, pero también estoy seguro de una cosa: es una mujer que a través de su sinceridad vive más allá o más acá de Felisberto Hernández, el más refinado escritor que haya dado la literatura uruguaya.

 

CONTINUARÁ (En el libro que estamos por reeditar “AGONISTAS Y PROTAGONISTAS” de Ramón Mérica).