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Ramón Mérica Reportajes

Ramón Mérica, Julio Cortázar y el Gran Maestro

HECHALAMERICA POR RAMÓN MÉRICA. Entrevistas en Buenos Aires/Especial para El Mercurio de Chile.

Lo vi una sola vez, y por pura casualidad. Estábamos con Borges en la confitería de Maipú y Córdoba, la Saint James -que hace poco, he visto, dolorosamente, desarmar y con eso hacer desaparecer mucho de la rica verbe del maestro- y era imposible no descubrir a aquel hombre muy alto, que caminaba a grandes pasos cargado de diarios y aplastado por el insoportable calor de Buenos Aires. Eso debió ocurrir entre el 30 de noviembre y el 7 de diciembre de 1983, en ocasión de su último viaje, en que  vino a ver a su madre, Herminia. Dos meses después, el 12 de febrero de 1984, la leucemia daría cuenta en París, -adonde se había ido a vivir en 1951- de ese hombre y ese escritor al que el tiempo deberá revisar con tanta pasión como se lo amó y se lo admiró.

«Borges: si no le importa, discúlpeme un minuto que ya vuelvo». Y crucé corriendo la frenética avenida Córdoba detrás del señor muy alto cargado de diarios.
«Señor Cortázar, soy un periodista uruguayo, y no pude sustraerme a la tentación de venir a saludarlo y, si es posible, tener una entrevista con usted.
«Compañero: es una lástima, porque lo haría con mucho gusto, pero he venido por unos pocos días a ver a mi madre y no tengo tiempo para entrevistas. No he concedido ninguna, ni siquiera aquí en Buenos Aires. Ahora no ando muy bien, pero cuando venga a París tendré mucho gusto en recibirlo».

«Pero también me han dicho que Cortázar se ha politizado mucho, ¿no?, que ha estado escribiendo más panfletos que literatura»

La mano franca y grande, la voz gangosa con erres arrastradas, a la francesa, los casi dos metros de escritor se alejaron por la calle Maipú y nunca descubrí por qué no le dije que en la ventana de la confitería de enfrente estaba el más grande escritor de la lengua castellana, su adorado maestro. (Se cuenta que en su apartamento de París, cerca de la iglesia de Saint Roc, los anaqueles de infinitos libros sólo disputaban el espacio con una foto de Borges).

«Perdón, Borges, pero vi pasar a Julio Cortázar, y como no lo conocía, quise saludarlo y conocerlo.
«¿Cortázar? Sí… El tiene algunos cuentos fantásticos muy lindos. Lo primero y más importante que publicó se lo edité yo, en el cuarenta y seis, en Los Anales de Buenos Aires que yo dirigía. Un cuento muy lindo y creativo llamado «Casa Tomada». Además, le pedí, a mi hermana Norah que le hiciera una ilustración. El ya había
publicado unos poemas muy mallarmeanos y muy flojos, pero creo que lo primero importante en su vida literaria es la publicación de ese cuento de que le hablo. Después me han dicho que ha escrito algunas novelas. Usted sabe que yo no soy amante de la novela como género literario, porque lo considero demasiado llena de ripios, con
demasiado relleno, hay que cumplir trescientas o cuantrocientas páginas por obligación. Pero también me han dicho que Cortázar se ha politizado mucho, ¿no?, que ha estado escribiendo más panfletos que literatura. Usted sabe que yo no leo cosas nuevas, siempre estoy volviendo a los clásicos a los que me marcaron y me enseñaron lo
que son las «bagatelles» de la literatura».

«Lo primero e importante en su vida literaria es la publicación de «Casa Tomada»

NI PUENTES NI PLAZAS

Fiera venganza las del tiempo, como dice el tango, pero en la esquina de Córdoba y Maipú ha cambiado todo; la semidemolición ante la cual vi por única vez a Julio Cortázar ya no existe -en su lugar hay un suntuoso hotel de varias estrellas- y la entrañable Saint James donde terminábamos nuestras caminatas con el gran maestro ha
sido desmontada, y ninguna de los dos puede revelar ninguna historia.
En estos momentos el mundo literario de Occidente, empezando por París, recuerda los diez años de la muerte de Cortázar y lo recuerda como no lo hizo en vida, hecho bastante frecuente en el injusto momento de los homenajes. Ultimamente, en Buenos Aires, se ha bautizado puentes, calles y plazas con su nombre, quizás en una suerte
de gran guiñada de cronopio como tanto le gustaba ejercitar en sus fabulaciones. También, seguramente, debe estarse preguntando por qué no hay ninguna calle, ni puente, ni plaza, portando el nombre de su venerable y Gran Maestro, el anciano ciego que solía tomar café en la esquina de Maipú y Córdoba.

 

Fuente: El Mércurio de Chile, domingo 6 de noviembre de 1994.