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Ramón Mérica Reportajes

Carlos Monzón contra Ramón Mérica… ¿Quién peleó y quién ganó?

AGONISTAS Y PROTAGONISTAS EN DIARIO URUGUAY. Desde Buenos Aires Carlos Monzón con Ramón Mérica.

Parece un contrasentido, una paradoja, que yo, que me he dedicado a hacer autorretratar a los personajes que elijo a través de los reportajes, diga hoy que cada vez me interesan menos los personajes por sí mismos, por el mero hecho de serlo. Eso no quiere decir -al menos en este momento- que deje de seguir haciéndolo, pero a lo largo de catorce años en El País he llegado a descubrir, o por lo menos a intuir, cuál es el sentido que otorgo a esos reportajes: más que el entrevistado, pesa en mí el medio que lo engendró o que lo apaña, el mundo que lo mueve o que ese personaje mueve, las coordenadas sociales, políticas, humanas que se establecen entre ese ser y el medio sobre el que se proyecta. No siempre es así, por supuesto, porque hay personalidades como Neruda, como Jorge Amado, como Borges, que se valen por sí mismas aunque su proyección se instale en circunstancias geográficas o sociales muy definidas, pero eso no cambia mayormente la cosa. Ellos no son necesariamente el reflejo de un medio ambiente: existen porque sí -porque existirían porque no- tienen luz propia, y si alguna relación profunda se establece entre ellos y el mundo circundante es la de su superioridad, la de alimentar con su talento, su maestría o su genio a ese mundo que los alberga.

Pero cuando debo enfrentarme a alguien como Carlos Monzón, boxeador, campeón del mentón pero no de la mente, la cosa cambia. Es decir: se me hace carne la convicción de que ese personaje cuyo consumo es tan imprescindible como el pan o el papel higiénico es producto de un medio o, mejor dicho: producto de alguien que ha captado cuáles son las necesidades más mediatas de un medio. De ahí que su figura no sea solo motivo de aclamaciones o suspiros cuando sube al ring -lo cual Monzón tiene sobradamente ganado, según dicen los que saben- sino que la maquinaria promocional que lo sustenta (sustentando, al mismo tiempo, las emociones más epiteliales y castradoras de una clase social que no necesitó decir cuál es) hace que ese personaje siga siendo personaje cuando entra en una tienda a comprarse una corbata y da la casualidad de que hay un fotográfo y un cronista pago por allí, o de que es descubierto comiendo en un restorán de moda con una de las habituales y serviciales señoritas cuya profesión más confesable suele ser la de modelo.

Con esa detestable materia prima es que se fabrican las celebridades que duran lo que el arco iris: al vulgo -al pobre dependiente o camionero que no ha tenido o no tiene tiempo ni dinero para estirar el brazo hacia un buen libro; a la doméstica que consume sus insomnios delirando con la pelvis turgente de Sandro desde una ponzoñosa fotografía a todo color- hay que envenenarlo con esa carnaza publicitaria donde cualquiera es personaje: desde la pestañuda anunciadora de jabón de la tevé (o de la tele, como se quiera) hasta el animoso animador de los animados programas de preguntas y respuestas.

Pocas veces he sentido tal sensación de incomodidad y de rechazo hacia ese envenenamiento de una clase como cuando se me ocurrió entrevistar a Carlos Monzón, boxeador. Eran los días en que el hombre debutaba como actor cinematográfico (el resultado fue La Mary: sin comentarios) y por lo tanto la única posibilidad de abordarlo sería en los descansos de rodaje; pero es probable que no hubiera padecido igual sensación de rechazo hacia la promoción malsana si en la misma película la co-estrella no hubiera sido Susana Giménez, otro personaje fabricado por la misma maquinaria alienadora de los mersas.

En ese día en que pasé en el Riachuelo y Avellaneda tratando de arrancarle algunas palabras a Monzón -cosa que al poco rato nada me importó porque la nota a esa altura ya no era él sino que la gran nota aparecía con sólo girar la cabeza- padecí sin atenuantes la molesta sensación de asistir a otro holocausto de la ingenuidad por manos de la mentira, me sentí partícipe pasivo de otra despiadada violación a la inocencia. Ese día, también, descubrí cuáles son los personajes que necesitan de esas fogatas fatuas para poder existir.

Dudo que vuelva a tener otro enfrentamiento tan violento con un entrevistado: en todo momento Monzón no hizo más que esgrimir su flamante condición de héroe popular (escudándose en el engaño que también le han fabricado para él) apoyándose en la agresividad verbal y en el enojoso hermetismo como inocentes medios de proclamar que era un hombre importante. Es para sacarlo de ese encierro que durante el diálogo -el módico diásancio de cómo no había aceptado la propuesta de Pasolini de hacer un film con él: sólo así, infantil, tramposamente, conseguí enardecerlo, ponerlo fuera de sí, deslogo- acudo a la triquiñuela de insitirle hasta el canbloquearlo, hacerlo hablar, a pesar de los arranques de cólera donde me insistía en que no tenía tiempo para entrevistas y mucho menos allí, donde estaba para filmar, donde tenía que trabajar. Si él tenía la obligación de hacer un film -o lo que fuera- yo también debía cumplir con mi trabajo: el de llevar este reportaje hasta el final. Y así fue.

Vaya esta noche a eso de la diez y media a la isla Maciel, ahora le doy la dirección, es justo abajo del puente, porque filmaremos hasta las dos de la mañana. Va a estar Monzón y ahí algo va a poder hablarle.

El teléfono hizo click y la voz desapareció. ¿A la isla Maciel? ¿Cuántos tangos y cuentos del suburbio mencionan ese lugar? La isla Maciel. Lugar mentado de las fierezas del arrabal, de los cuchillos a la luz de la luna, de las paicas y las grelas, de toda esa mitología tan borrosa como las aguas del Riachuelo.

¿A la isla Maciel? ¿Sabe bien la dirección? Porque si hay que pasar el puente le digo que no. La voz del taximetrista suena hueca, tajante, adentro del coche que enfila, en la noche lluviosa, por Almirante Brow hacia la Boca. Es un lugar muy bravo, sobre todo de noche. Los otros días traje a un pasajero y le dije lo mismo que a usted, pero el hombre era muy serio y me dijo:«Le doy quinientos pesos más de lo que marca el viaje pero no pare en ningún lugar hasta que yo le diga». El hombre sabía lo que era ese lugar, por eso le digo…

Es un buen dato, porque con quinientos más el taximetrista accede a pasar el puente, a internarse en el mentado barrio y a buscar la dirección dictada por teléfono. Hasta que al fin, justo debajo del puente, en un recodo empedrado que brilla como las escamas de un enorme pescado, varios camiones y equipos de filmación indican que ése es el lugar.

-Bueno… Lo dejo, porque si usted va a hacer una entrevista va a demorar mucho y no me gusta estar mucho parado por aquí. El taxi arranca y desaparece, como aterrado, por una curva cercana.
-¿Aquí es donde están filmando?
Sí, contesta una señora. Pero me parece que ya terminaron. Pregunte por ahí.
-¿Aquí es donde están filmando?
-Sí. ¿A quién busca?
A Monzón.
-¿Usted quién es?
-Un periodista uruguayo. Vengo a hablar con…
-Imposible. La filmación anduvo tan bien que terminó antes de lo que pensábamos y ya se fueron todos… Yo soy uno de los productores, por eso me gustaría que mañana fuera a los Estudios San Miguel, aunque no: mañana Carlitos no filma, pero pasado sí: en Avellaneda, a eso del mediodía, porque ahí estaremos todo el día.
-Le agradezco el dato, pero más le agradecería que me dijera cómo se sale de acá. Despedí al taxi pensando que me quedaría más tiempo.
-Por acá no hay nada. No pasan taxis ni colectivos…
-¿Podría, por lo menos, llevarme hasta la Boca, cruzarme el puente?
-Sí. Lo llevo.

El mediodía de hojalata y de chirriantes colores que casi siempre es la Boca desmiente la imagen ominosa que la noche antes tuvo ese barrio algunas cuadras más allá, pasando el puente, por donde no pasan taxis ni colectivos. Un gentío incalculable bordea el acceso a los botecitos que cruzan el Riachuel: sobre uno de esos botecitos, un señor con parlante exige que los curiosos no molesten, que están en preparativos de filmación, que tengan paciencia.

Muerta de emoción una periodista cuenta que viene a entrevistar a Susana Giménez, la Mary del film, y que no sabe qué preguntarle, qué cosas decirle, mientras acompaña esas dudas con una risita histérica que se vuelve insostenible cuando ya arriba del botecito combina la emoción del encuentro con la diva y el terror de caer en esa agua negra con carcajaditas indefinibles. Es probable que sea enviada de esos semanarios de espectáculos siempre inefables, es casi seguro que sea uno de esos tantos fabricantes de celebridad a nivel populachero que juega con la ingenuidad de los ignorantes, que se aprovecha de la limpidez de los inocentes para hacerles soñar con Sandro en noches solitarias, para desvelarlos con el divorcio de Palito Ortega o el casamiento de Mirtha Legrand, si es que alguna vez se casaron o se divorciaron.

 

CONTINUARÁ (En el libro AGONISTAS Y PROTAGONISTAS de Ramón Mérica)